¿El amor exige reciprocidad?

El amor genuino no se confunde con la obligación o la necesidad. Hay quienes llegan a “querer” a otra persona por conveniencia o compasión, y otros que quieren tanto a alguien que, en vez de quererla, la requieren.


«El amor vive más de lo que da que de lo que recibe»
Concepción Arenal


El respeto sí, pero el amor no, al menos no en términos de reciprocidad equivalente. Existen exigencias mínimas que, si no se demandan, corrompen el principio básico de la dignidad humana. Esto implica que nadie debe ser tratado como un medio, sino como un fin en sí mismo. Por ello, el respeto se relaciona con el reconocimiento de la libertad, la autonomía y la individualidad autodeterminante del otro.

Antes del amor, que es un estado ideal máximo, debe existir el respeto como condición para cualquier relación humana digna de llamarse así. El respeto es la garantía para no humillar ni ser humillados, manipular ni ser manipulados, violentar ni ser violentados.

El respeto es un contrato de reciprocidad que, al ser vulnerado por alguna de las partes, corre el riesgo de no poder ser restablecido. Esto obliga a la parte afectada a tomar medidas de alejamiento y reparación, mediadas casi siempre por la ley u otras instituciones.

El amor, por su parte, no puede exigirse de nadie, salvo de los primeros cuidadores en nuestra infancia. En este caso, el amor es una forma de respeto que responde a las demandas primarias de afectividad, cuidado físico y emocional que nuestra especie gregaria no puede eludir. Salvo esta excepción, el amor que desarrollamos por otras personas, como amigos o parejas, es una decisión soberana de nuestra libertad. Mientras que el respeto es un deber y el apego una necesidad (casi siempre malsana), el amor es un deseo. Los deberes deben cumplirse y ante las necesidades no queda más que someterse, pero frente al amor, que no es otra cosa que deseo, ¿qué nos cabe esperar?

El amor genuino no se confunde con la obligación o la necesidad. Hay quienes llegan a “querer” a otra persona por conveniencia o compasión, y otros que quieren tanto a alguien que, en vez de quererla, la requieren.

El deseo es un móvil intrínseco de la acción humana, mientras que la obligación o la necesidad son demandas externas al sujeto. Esta sutil diferencia deja en claro que el amor es una donación de la libertad, a veces tan caprichosa o tan “sencilla” como escoger un color sobre otro para ocupar el ranking de favoritismo, sin otro argumento que un simple “porque sí”.

El gran filósofo Spinoza nos hace pensar que no amamos a los demás porque los deseamos, como si fueran una necesidad; más bien, los deseamos porque los amamos y, de manera tautológica pero cierta, los amamos porque los deseamos.

El poeta Fernando Pessoa, en uno de sus versos más hermosos, dice:

Si hablo de la Naturaleza no es porque sepa lo que ella es, Sino porque la amo, y la amo por eso, Porque quien ama nunca sabe lo que ama Ni sabe por qué ama, ni lo que es amar…. Amar es la inocencia eterna, Y la única inocencia es no pensar…

Esta irracionalidad, si puede llamarse así, denota la magia implícita de escoger a quien se ama y permanecer en ese amor cuando no existen razones definitivas y suficientes para darse a esa persona que pasó de ser un desconocido a ser el compañero de vida. ¿Por qué ella y no otra mujer? Sí, relativamente hay mejores que ella… otras con más habilidades intelectuales o físicas, mayor compatibilidad y complicidad, sueños más afines o una forma de amar más acorde a nuestras expectativas.

Pero no solo eso, el azar hace que decidir por alguien en particular y no por otra persona sea mucho más contingente; ¿qué tal si en vez de nacer en Colombia se hubiera nacido en China? Seguramente sería otra persona la que tuviéramos al lado. Esa elección fue condicionada por la familia en que nacimos, la ciudad en que crecimos, los amigos que hicimos y mil variables más que hacen pensar que esa persona especial pudo ser cualquiera.

El amor que decidimos dar a otros es, a fin de cuentas, la donación de un bien excesivamente escaso: nuestra vida, nuestro tiempo. Al no disponer de muchas vidas ni de una capacidad infinita de durar, damos nuestra vida a otros para que esta pueda realizarse como un proyecto, es decir, que vaya en pos de algo o alguien, y que entonces no repose en una quietud parecida a la muerte.

De este modo, el amor, más que una emoción o una disposición reactiva a estímulos que podríamos recibir de cualquier persona (su cariño, su belleza, sus palabras, entre otros), se asemeja más a un estado de contemplación y constante asombro hacia quien elegimos entre millones.

Podemos afirmar entonces que amamos para no sentirnos extraños en el mundo, para pertenecer a alguna parte o a alguna persona. Esa elección de compartir nuestra vida y tiempo con un individuo particular y no con otro desentraña la naturaleza delimitante del amor. Esto es, crea las fronteras entre la inhóspita insignificancia y el cálido hogar de hacer parte de un sentido, es decir, significar algo para alguien.


Todas las columnas del autor en este enlace: Andrés Zorrilla

Andrés Zorrilla

Filósofo y comunicador político,
Investigador,
Diseñador estratégico para la innovación

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