Vota y no te metas en política

Una mujer con su mascota en la cabina electoral para votar durante la segunda vuelta de las elecciones regionales en Chile. EFE/ Esteban Garay

El liberalismo fue una doctrina de la burguesía contra la monarquía absoluta. Cuando Locke se quejaba al Rey de Inglaterra de que les trataba «como esclavos» nunca pensó que estaba incurriendo en una contradicción porque él mismo tuviera una plantación de esclavos. De la misma manera que Thomas Jefferson, el tercer Presidente de la nación y uno de los padres del federalismo en los Estados Unidos, al tiempo que proclamaba el gobierno representativo para las trece colonias ponía un anuncio en The Virginia Gazzete exigiendo la inmediata devolución a su hacienda de un esclavo huido «joven y corpulento». Los constituyentes franceses revolucionarios llevaron al patíbulo a la conservadora Olimpye de Gouches por pretender, entre otras cosas, ser también ciudadana, y cuando Robespierre dijo que lo de la libertad, la igualdad y la fraternidad era también para los negros de Haití, las mujeres y los pobres, sería su cabeza la que rodaría en el cesto.

En España, Cánovas del Castillo, en su famoso discurso en el Ateneo de 1890, insistía en su oposición al sufragio universal afirmando que «el sufragio universal y la propiedad son antitéticos, y no vivirán juntos, porque no es posible, mucho tiempo». Ya antes, otro influyente pensador, Donoso Cortés, había afirmado que prefería el sable de los generales al puñal de los sectores populares. Esa manera de pensar fue central en la Constitución de Narváez de 1845, donde ser español no era ser sujeto de derechos, sino tener la identidad española y vibrar con ella. Que el pueblo votara no dejaba de ser un sindios.

Cuando se fue extendiendo el sufragio a lo largo del siglo XIX, la burguesía cambió el terció y empezó a insistir en los requisitos para ser elegido. Ya que resultaba cada vez más difícil restringir el número de votantes, se trataba ahora de restringir el cuerpo de los elegidos. Esa discusión fue central en Inglaterra y Francia, y solo Estados Unidos la resolvió de manera «democrática» (no poniendo límites de renta o posesión de tierras para poder ser elegido) porque las desigualdades entre las trece colonias hacían imposible establecer una cantidad. La burguesía reclamó la libertad frente a la monarquía, pero cuando el pueblo llano reclamó esa libertad, siempre les dijo que eso no iba con los pobres. De hecho, para ser funcionario, hace falta tener una carrera. El Estado es el gran separador entre el trabajo intelectual y el trabajo manual.

La burguesía como clase siempre ha jugado a la democracia con las cartas marcadas. Poniendo dificultades a la organización de la clase obrera (ahí estás las leyes antisocialistas de Bismarck), prohibiendo los sindicatos, las huelgas, el sufragio y condenando a las mujeres siempre a una situación subalterna. Policía, ejército, jueces y cárceles han sido en los últimos doscientos años instrumentos del régimen de propiedad. Cuando en 1848 Marx y Engels afirman que el Estado es donde se sienta el consejo de administración de los intereses conjuntos de la burguesía están diciendo la verdad de su época.

Y aún la mitad de la población estaba fuera de foco. Tanto en el régimen liberal del siglo XIX, como en el socialdemócrata del siglo XX como en el neoliberal del siglo XXI, las mujeres han sido ciudadanos de segunda. Durante el siglo XIX y una parte del XX, sin derecho al voto (por tanto, sin estatus alguno de ciudadanía). Y siempre, con la carga obligatoria de los cuidados y la reproducción.

La revolución rusa de 1917 marcó un punto de inflexión, que apuntaló los avances de las revoluciones de 1830, de 1848, la Comuna de Paris de 1871, que buscaban la extensión de los derechos y que hacían del sufragio una reclamación central (no sin grandes sospechas por parte de sectores radicales lúcidos). Si el poder, a partir de determinado momento, buscaba parlamentarizar los confictos ¿no sería porque en los Parlamentos, a diferencia de en las calles y en las barricadas, los conflictos se desactivaban?

Desde la extensión del sufragio es un lugar común que el establishment, que siempre financia sus opciones políticas, ponga en marcha planes B cuando la democracia no sirve para mantener su status quo. Fue otra vez Marx quien dijo que cuando la forma normal de realizar las ganancias es el mercado, la forma política que se adopta es el gobierno representativo. Pero cuando las ganancias están en peligro –algo que pasa en las crisis, en 1929, en 1973, en 2008-, la democracia parlamentaria y su sometimiento al Estado de derecho deja de ser el mecanismo preferido por las élites.

Hoy conocemos cómo las élites económicas alemanas dejaron gobernar a Hitler solo cuando las demás opciones parlamentarias habían fracasado y el gobierno de la izquierda era la alternativa, o como antes, en Italia, asumieron apoyar a Mussolini cuando se asustaron ante las proclamas incendiarias –y huecas- del Partido Socialista alentados por el triunfo de los bolcheviques en Rusia.

La crisis de 1973 (que empezó a manifestarse a finales de los sesenta) se solventó con una respuesta violenta en muchos países del mundo. Es a raíz del mayo del 68 y de las revueltas en muchos lugares del planeta cuando Samuel Huntington populariza el concepto de «crisis de gobernabilidad», que era la contraparte de lo que habían denunciado en un texto de 1975 (La crisis de la democracia) como «exceso de democracia» . Los golpes de Estado en América Latina, la masacre previa de Suharto en Indonesia, la peculiar transición en España o el sofocamiento de la revolución de los claveles en Portugal iban en esa dirección.

El siglo XXI, sin embargo, renunció a la violencia militar y buscó sus cartas marcadas en dos ámbitos: lo que se conoce como Lawfare o guerra jurídica, y en paralelo, la conversión de los medios de comunicación en armas de destrucción masiva de los adversarios. La guerra jurídica busca sacar a los rivales del juego electoral con falsas acusaciones (el caso de Lula en Brasil ya es emblemático), siempre apoyado por acusaciones, igualmente falsas, sustanciadas en los medios que buscan justificar la salida forzada del poder del adversario, por lo general de izquierda.

Una variante de esa acusación de corrupción es la acusación de fraude electoral, que nunca hace falta probar fehacientemente y que se asienta en instancias administrativas, nacionales o internacionales, afines a las  fuerzas conservadoras –tribunales electorales, la OEA, la Unión Europea,…-.

Son una vez más los medios de comunicación los que se encargan de legitimar ese resultado. ¿No recordamos que fueron los medios de comunicación norteamericanos los que decidieron que las elecciones las había ganado Biden y no Trump? Solo porque los principales medios habían decidido apoyar a Biden frente a Trump, algo que, podemos imaginar, nunca hubiera ocurrido en el caso de que el candidato demócrata hubiera sido Bernie Sanders.

El establishment tiene muchos ases en la manga para acudir a las elecciones con ventaja, unos que operan antes y durante las elecciones, y otros a posteriori. Tiene los medios de comunicación, las redes sociales, dinero para generar disensiones en las fuerzas alternativas, capacidad de contratar publicidad e, incluso, de comprar votos (México siempre ha sido un ejemplo de fraude por parte del PRI y del PAN). Pueden generar zozobra, hacer amenazas al país e incluso a veces cuentan con el apoyo de instancias internacionales (el FMI apoyó a Macri prestándole dinero a Argentina antes de las elecciones, igual que ahora aprieta a Alberto Fernández con ese préstamo para intentar que su gestión naufrague).

A posteriori, sus armas son los jueces y las instancias administrativas y, llegado el caso, los militares y los policías, que, en esa tesitura, necesitarán las justificaciones que entreguen los medios de comunicación para presentar el golpe –o a menudo, los autogolpes cuando ven peligrar sus gobiernos-como una forma desesperada de «salvar la democracia». En España, la cuarta economía del euro, ahora mismo se está juzgando el uso de los aparatos del Estado por parte del Partido Popular para ir con ventaja a las elecciones con dinero negro, para ocultar pruebas de sus fechorías y para atacar a los adversarios, especialmente a Podemos y a los independentistas catalanes.

Solo medios de comunicación plurales e independientes que no pertenezcan a sectores económicos ajenos a la información, instancias supranacionales atentas y que presiones ante cualquier atisbo de fraude, mecanismos jurídicos internacionales implicados en la supervisión nacional cuando sea deficitaria, jueces demócratas formados y apoyados internacionalmente y una ciudadanía dispuesta a defender su democracia pueden superar esta falta de compromiso de las élites con la democracia.

Juan Carlos Monedero

Es licenciado en Ciencias Políticas y Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Hizo sus estudios de posgrado en la Universidad de Heidelberg (Alemania). Actualmente es profesor titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Complutense de Madrid (con dos tramos de investigación -sexenios- reconocidos).

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