El susurro de la mediocridad

No hay brisa del mar, ni tampoco cerveza fría, pero en Medellín se sabe que tienda que suene a Diomedes un sábado en la tarde no debe pasar por alto el tema Mi muchacho, tan lleno de sentido para una masculinidad que tanto teme decirle a sus hijos un te amo.

“Yo aprendí a trabajar desde pelao, por eso es que yo estoy acostumbrado a siempre a vivir con plata”, dice una de las mejores estrofas, que de tan solo entonarla con una mano al aire dan ganas de cantarla frente al mar.

¡Y claro! Sí se la sabe tanto como yo, independientemente de su gusto por el vallenato o no, cantará la parte de “que si te inspira ser zapatero, solo quiero que seas el mejor”, para que después cerremos con un guarito bien merecido.

Relevador o no y Diomedes de seguro ni enterado estaba cuando la compuso por su dudoso estado de sobriedad, de que planteaba un dilema que puede perfectamente convertirse en una bandera del positivismo tóxico con el cual vivimos diariamente en el scroll de nuestras pantallas.

“No importa lo que decidas ser, ¡con tal de que seas el mejor en ello!”, fue una frase que supongo que se creó en el motivar a cualquier persona a sentirse orgulloso por su elección de ser alguien en la vida, pero sin duda oculta una competencia de fondo que no siempre tenemos que estar dispuestos a intentar ganar.

Hace poco tenía una conversación de almuerzo en donde alguien decía que su mayor significado de éxito era viajar por el mundo ligera de equipaje, con poco presupuesto, abrazando el si hoy comió langosta con champaña o si solo probó un maté que le regalaron en el camino. A su alrededor, algunas miradas que lo dijeron todo sin tan solo una palabra, le cuestionaban el por qué su significado no estaba alineado a una casa de tres pisos, con muebles de cuero, piscina y una sala envidiable para atender la visita del fin de semana.

Fue una simple conversación de comedor que se abrió en mi mente como una pregunta de cuánto de lo que realmente hoy queremos esta determinado por un deseo profundo del ser o por un deseo profundo que hemos construido como sociedad. De hecho, recordé que sentí una terrible presión e incomodidad por contarle a las personas que me rodeaban que si quería tener un carro, no pensaba hacerlo comprando el último modelo; no quería una mansión en el lugar más tranquilo de la ciudad, pero sí en mi lugar seguro cerca a mis padres o que sabía que lo tenía todo para ser mi propia jefa, pero no estaba dispuesta a sacrificar unos cuantos años de paz y tranquilidad por llegar a tener un imperio que, a consideración, el tiempo perdido no me lo iba a aplaudir.

Podríamos entonces preguntarle a Diomedes ¿por qué tenemos que ser el mejor zapatero? O ¿a quién debemos demostrarle que nadie en el mundo lustra mejor los zapatos que nosotros. La respuesta puede tener muchos trasfondos, pero desde que me la planteo, solo llego a un ego que habla sin sentido ni razón o, como diría Shakira, “ciego, sordo y mudo”.

Con lo anterior, y le pudo haber pasado también a usted, muchas veces me encontré contando de sueños banales, de lo mucho que quería formar mi empresa y crear un capital, pues era  mejor visualizarlo a un futuro tan lejano que pareciese poco alcanzable, ¡y claro! Mucho más sencillo que plantearle cara a la respuesta de: “quiero trabajar para alguien más”, “estoy cómoda con esto” o “o no estoy dispuesta a sacrificar esto otro”, pues al final del día el susurro tímido de los que escuchaban sería el de “pobre mujer con una mente tan mediocre”.

Para alivianar la culpa que sentí con todos aquellos con quienes no fui lo suficientemente sincera en su momento, descubrí que esto responde a ese profundo arraigo de la cultura “traqueta” que como dios y ley manda a que ¡todo sea por lo alto o no sea!; a la cultura en donde el qué dirán importa más que la deuda que voy a pagar por años y que lo ostentoso siempre es mejor cuando hace mucho más ruido.

Ojalá podamos en algún momento tener la valentía de dejar de ser el medellinense promedio (o colombiano, si así lo quiere ver) que escucha de afuera hacía adentro y no ha logrado entender que la mediocridad ni siquiera es un estado, es una percepción de que el otro no comparte nuestra misma visión y esto encierra un juicio de valor descarado, que si fuera diferente, no habría Cóndor Herido desde el ego, pero sí una sociedad mucho más sensible ante aquel que decidió ser feliz con lo poco, sin quitarle el mérito al que es feliz con el todo.

Como nota del lector, de la última columna que publiqué a esta, hay un sin fin de escritos en papel que se quedaron solo en el papel por temer al “no ser la mejor escritora”, pero hoy me basta con dejar la idea, mientras que otros la lean, así Diomedes no se sienta muy orgulloso.


Todas las columnas del autor en este enlace: https://alponiente.com/author/vale-31/

Valentina Ramírez Gil

Comunicadora Social - Periodista, creativa por pasión y amante de las letras por vocación. Fiel enamorada de las historias de ciudad, del escuchar y de crear conversaciones honestas.

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