Víctimas y sociedad

*Debo aclarar que las palabras siguientes no me pertenecen. Se trata de la reflexión que ha despertado en María toda la situación generada varios días atrás luego de que yo realizara la denuncia por violencia de género en el marco del concierto Antimilitarista del pasado Viernes 31 de Julio.

Escuchémola.

 

Desde el momento mismo en que un ser humano maltrata a otro, pone en juego los destinos de ambos. El que golpea hace de sí mismo un agresor y de la persona que recibe el golpe una víctima. El agresor establece esta dinámica y otorga estos papeles. Pone en riesgo su propia reputación al comportarse como un agresor. Sin embargo, la sociedad y el estado responsabilizan a la víctima de proteger a quien la ha vulnerado. La sociedad le dice a la víctima “cuidado con lo que dices; podría ser para problemas.” La sociedad invita a todas las víctimas al silencio, porque no les da a sus cuerpos y a sus palabras la misma consideración que tiene para la imagen del agresor. Si lo hiciera, las cosas serían muy diferentes. Compartiríamos la verdad sin miedo. Habría un cambio.

Cuando escuchamos acerca de un episodio violento, nos hacemos dos preguntas que nos parecen equivalentes y simétricas, pero que no lo son: ¿Es él realmente un agresor? y ¿Es ella realmente una víctima? Detengámonos aquí. En la primera pregunta estamos presumiendo de la buena conducta del agresor. Le estamos dando una oportunidad. Estamos contemplando su inocencia como algo factible. De entrada estamos siendo solidarios sin ningún conocimiento especial de la situación, sólo porque queremos. En cambio en la segunda pregunta estamos presumiendo de la insinceridad de la víctima (tal vez nadie le haya hecho nada). Estamos contemplando la posibilidad de que esté lanzando acusaciones falsas sobre las acciones del acusado. De entrada estamos viendo la posibilidad de que la víctima sea increíblemente pérfida y malintencionada, sin ningún conocimiento especial de la situación, sólo porque queremos.

¿Por qué acusamos a la víctima espontáneamente de algo que sólo creeremos del agresor una vez que “nos lo hayan demostrado”? Desde el principio somos más solidarios con el agresor y poco solidarios con la víctima. Nos volvemos irracionales, delirantes y maliciosos.

¿Con qué elementos hacemos estas extrañas conjeturas sobre las intenciones y el corazón de las personas que denuncian maltratos? ¿Porqué nos gusta inclinarnos por enrevesadas hipótesis de locura, perversión y conspiración de las víctimas? ¿Porqué en un país en el que se abren fosas llenas de muertos es más fácil pensar en víctimas mentirosas y acusaciones injustas que en agresores reales? Presumir de la inocencia del agresor y de la culpabilidad de la víctima no es lo mismo que igualar la situación; es invertir los roles. Es hacer de la víctima un agresor y del agresor una víctima. Esta es otra de las formas en las que la sociedad invita a las víctimas a callar.

Ahora veamos nuestra manera de evaluar las consecuencias de una denuncia por violencia. Todos siempre pensamos en el agresor. La vida del agresor puede verse afectada por una acusación. Su carrera puede sufrir. Sus vecinos lo pueden mirar mal. Alguien lo puede agredir. Por eso lo prudente para evitarle problemas es estar prestos a la absolución ¿Y qué hay de la víctima? Sabemos muy bien que la acusación tiene consecuencias para el agresor, pero también las tiene para la víctima. Una víctima que habla se juega para siempre su cuerpo y su voz. Se lo juega todo. Si su agresor es absuelto, la víctima enfrenta el peligro no solo de que él pueda herirla otra vez, sino de que cualquiera pueda hacerlo, porque ya su voz—desacreditada públicamente—no resonará cuando pida ayuda. La víctima queda a merced, caricaturizada, ridiculizada, ignorada, estigmatizada y muda. La víctima a la que no le creen es una triple víctima, víctima de su agresor, víctima del estado y víctima de la sociedad. ¿Por qué queremos pensar que una persona se jugaría la vida y la voz sin una razón de fondo? ¿Por qué nos convencen esas historias inverosímiles sobre muchachas locas que no buscan justicia, sino hacerle pasar un mal rato a hombres inocentes? ¿Quién estaría dispuesto a perder lo único valioso que tiene sin un motivo de peso? Tengamos presente que en un juicio el agresor es el único que puede ganar o perder. La víctima tiene la opción de haber perdido una sola vez (la vez de la agresión), o de perder dos veces (con la agresión y el no reconocimiento de la agresión por parte de la sociedad y de la ley). El único triunfo de la víctima es no perder de nuevo, no perder su voz y su lugar en el mundo. Entonces ¿se arriesgarían las víctimas a perder otra vez por nada? ¿Lucharían con tanta fiereza por nada? No. Eso no es así.

Puesto que de entrada se presume de la inocencia del agresor, es la víctima la que debe demostrar su condición de víctima. Llama la atención que en esto concuerden sociedad, agresor y Estado. ¿Cómo demuestra la víctima su verdad? Con heridas y testigos, aunque su propio testimonio se toma como menos veraz que el de cualquier otra persona. Es así como para una víctima que busca justicia es casi indispensable que su agresor le llene el cuerpo de “evidencia”. La víctima necesita heridas profundas y visibles. A una víctima no le sirve que le jalen el pelo o que le golpeen en el vientre o que le den un par de patadas en la cintura. Para que le crean, la víctima necesita que le aprieten el cuello y le rompan la cara. En los casos de abuso sexual, a una víctima no le sirve que la obliguen a tener sexo amenazándola con un arma o con un golpe; la víctima necesita presentarse con la vagina desgarrada, ya que solo así a la justicia le parece que hubo abuso. Una víctima debe tener los huesos rotos. Una víctima debe procurar que sus heridas duren mucho tiempo para poder mostrarlas, y esperar—solo esperar—que tal vez alguien le crea cuando diga cómo se produjeron.

La víctima que se repone pierde credibilidad. ¿Dónde está la evidencia? preguntan sociedad, Estado y agresor al verla recuperada. El cuerpo de la víctima es útil sólo si no sana. El cuerpo de la víctima solo se puede defender siendo la huella viva y eterna del maltrato. Una víctima que no pierde sangre pierde el caso, porque sin la sangre solo tiene sus palabras y éstas valen muy poco. ¿Y los testigos? preguntan Estado, agresor y sociedad. La víctima mira a su alrededor y no ve a nadie. Casi nunca hay nadie. En el mejor de los casos hay otras víctimas, víctimas que no dirían una palabra aunque lo hubieran visto todo. Víctimas que callan en su amor y en su miedo. Madres víctimas, hermanas víctimas, hijos víctimas, amigos víctimas. Víctimas que hunden a otras víctimas antes de permitir que su pequeño agresor sienta el peso del dolor que causó, antes de permitirle enfrentar su error y pedir una disculpa.

En la mayoría de los casos nadie ve nada, ni heridas, ni testigos. Todo termina y agresor y víctima siguen sus respectivos rumbos. Mientras caminan, uno de ellos se cuida del otro, se cuida de no verlo y de estar siempre lo suficientemente lejos. Uno de ellos tiene miedo de caminar solo. Uno de ellos procura no frecuentar ciertos lugares. Uno de ellos se pregunta con frecuencia si está a salvo. Uno de ellos tiene miedo.

Todo esto es lo que logran nuestros métodos. Esto es lo que hace nuestra indiferencia y nuestro silencio. Pero cuidado, a lo largo de todo el texto he sido clara en que el agresor no está solo, de su lado están la sociedad y el Estado. Entonces no hablemos aquí de ira vindicadora, ni de castigos ejemplares para “personas malas”. Hablemos de por qué como sociedad seguimos creando agresores. Hablemos de cómo el estado es peor que cualquier padre abusivo y de cuán absurdo es que luego este agresor nos quiera mostrar su benevolencia vertiendo toda su ira en un par de chivos expiatorios. Porque los agresores no se inventan solos. No crecen de la tierra. Ni deciden volverse malos. Los agresores son producto de esta estructura que los construye y justifica, de los colegios que los educan, de los programas que los entretienen, de las familias en las que crecen, de las carencias de las que sufren, de los medios que les enseñan a ver y a ser personas, de nuestro sistema de valores, de nuestro modelo económico donde el dinero importa más que las personas. ¿O podría alguien a quien le muestren que la vida es lo más preciado poner la de sus hermanos en segundo lugar? ¿Podría alguien a quien le enseñen el valor de la vida violentar la de otro ser vivo? Ahora vemos que el agresor no es solamente la persona que cometió el acto de agresión, sino todo el proceso que le llevó a ese punto. El agresor es todo el que contribuye a mostrar las mujeres como trozos de carne que pueden ser penetrados y vapuleados por cualquiera. Somos todos los que postergamos nuestros sueños de un mundo mejor y aceptamos como normal una realidad que para la mayoría de personas es sumamente dolorosa, y de la que la mayoría somos víctimas. Somos todos los que vamos por la vida sin preguntarnos nada, sin reclamar nada, sin movilizarnos, sin reconocer nuestras equivocaciones y nuestro papel en la creación de víctimas.

Yo me pregunto entonces ¿En pos de quién iría una turba enfurecida? ¿No sería eso el colmo del cinismo? ¿A quién vamos a señalar si es él y ella y usted y yo y nosotros y cada persona la que contribuye para que este sistema haga víctimas de los más vulnerables? Culpar a unos pocos es una forma de no responsabilizarnos. Es una forma de decir “eso no es problema mío” “yo no hice nada” “yo siempre traté bien a todo el mundo.” En esto estamos todos juntos y no lo vamos a arreglar con insultos, ni palos, ni piedras. Lo vamos a arreglar con compromiso ciudadano puro, con conciencia, con paz, con diálogo, con sinceridad, con reconocimiento, con fuerza, con reparación.

 

María.

Julián Vásquez

Escritor y columnista. Activista político. Director Creativo de la @NuevaEscuelaFG. Aprendí algún día: El cielo no se toma por consenso, se toma por asalto.

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