Una pradera de amapolas

Extraída de “Bajo el cielo antioqueño” Arturo Acevedo, 1925

Cuando García Márquez hizo cierto el eterno desamor de Florentino Ariza y Fermina Daza, atinó a describir el proceso en el que la segunda intentaba sacar de una vez y para siempre al pobre violinista enamorado con un pasaje que fácilmente podría ser acompañado de un acordeón, caja y guacharaca: “…lo borró por completo, y en el espacio que él ocupaba en su memoria dejó que floreciera una pradera de amapolas…”. Gabo, nuestro Gabo, que tipo genial para hacer sentir tan dulce una tragedia tan honda como el desamor definitivo.

Y podría tomarse como figura del romanticismo mágico del Nobel que en el espacio donde anidó alguien pudiera florecer un campo de flores, pero, ante las noticias que día a día surgen en los medios, bien podríamos reconocer que alguien nos sembró maleza donde antes los antioqueños teníamos varias amapolas.

Hace muchos años, en los días en que El Silencio y El Zancudo alimentaban los sueños de metrópoli de una villa enclavada en un cañón, los industriales iniciaron una transformación urbana y cívica que llamaron Proyecto Civilizatorio. El que, en resumen, debía hacer de Medellín una suerte de París andina. Con las graves visiones que su nombre sabía asomar, por supuesto.

Claro, ganamos obras bellísimas, grandes logros como la luz eléctrica, la canalización de nuestro río, la planeación de barrios y la Escuela de Artes y Oficios; pero el alma real de un cuerpo que respiraba con pulmón de acero (en palabras de Gonzalo Arango) no tenía la ambición de que ese desarrollo fuera para todos.

Bien entrado el siglo XX, muchos de los herederos de ese proyecto -los que se formaron en la París real- comprendieron que el desarrollo es real en tanto lo es para toda la sociedad donde se anida. En ese momento, los grandes industriales no solo hicieron crecer sus empresas, sino que también invirtieron en hacer realidad grandes obras sociales, como el Hospital Universitario San Vicente de Paul, el barrio obrero Alejandro Echavarría o la carretera al mar. Ese espíritu, que supo sumar al Estado y a la Universidad, alimentó una condición de posibilidad que, más de cincuenta años después, logró apalancar la transformación de Medellín después de la tragedia en que la sumió el narcotráfico.

Al finalizar el siglo de las guerras, la ciudad pudo vencer a sus imposibles empujada por esa unidad, pero también con el corazón, el alma y la energía de personas que entendieron -felizmente- que una ciudad los necesitaba, y que el futuro solo era aceptable si se le hacía lo más equitativo y justo posible.

Hoy los enemigos de aquella transformación lograron meterse por entre las grietas de nuestras divisiones tercas y necias. Aquellos ajenos a nuestra historia que siempre nos han mirado con desdén, como los que, siendo de aquí, se criaron lejos de nuestro destino han sabido aprovecharse del ego intocable que se afianzó en nuestra vanidad paisa.

Ese ego, que es tan fuerte como el desdén de quienes nos guardan rencor, ha alimentado a estas apuestas de destrucción de modelos exitosos. Los que están llamados a retomar el rumbo no parecen dar pie con bola, no parecen leer la realidad. Esperan que llegue, andá vos a saber de dónde, un salvador superhumano que, con el hacha de mis mayores, devolverá con magia el modelo de aquel triunfo del civismo contra la corrupción.

No señores, úntense las manos, acéptense equivocados, volvamos a unir a Medellín, volvámonos a encontrar. Están a tiempo, estamos a tiempo. Medellín debe volver a florecer, debe volver la alegría.

Santiago Henao Castro

Antioqueño. Politólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Hincha de los guayacanes, Carlos Vives, el cine colombiano, el vallenato y el más veces campeón. Aspirante a ganarle al olvido.

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