Una experiencia pinkfloydiana

Un barrio alto en Medellín, año 1990, una grabadora roja que nunca se va de mi mente; era alargada y pequeña, con una casetera y dos parlantes a los lados. Una tarde soleada y quieta, hemos sintonizado la emisora “Veracruz Estéreo” y han puesto el éxito del momento: «One» de Metallica, quedamos conmocionados, “One”, la queremos escuchar mil veces; nuestro objetivo, estar atentos cada minuto para cuando la vuelvan a colocar, ya está listo el “caset” con los papelitos puestos para grabar. No hay vuelta atrás, De ahí en adelante, mis hermanos y yo, nos hemos vuelto metaleros.

Un barrio alto en Medellín, año 1990, una grabadora roja que nunca se va de mi mente; era alargada y pequeña, con una casetera y dos parlantes a los lados. Una tarde soleada y quieta, hemos sintonizado la emisora “Veracruz Estéreo” y han puesto el éxito del momento: «One» de Metallica, quedamos conmocionados, “One”, la queremos escuchar mil veces; nuestro objetivo, estar atentos cada minuto para cuando la vuelvan a colocar, ya está listo el “caset” con los papelitos puestos para grabar. No hay vuelta atrás, De ahí en adelante, mis hermanos y yo, nos hemos vuelto metaleros.

Han pasado varios años, varias balaceras, hemos sobrevivido a la época de Pablo Escobar. Estamos en otro barrio “menos” violento, que a la larga era igual de violento o  más violento que aquel de las montañas altas en Medellín que abandonamos por miedo.

Cuatro hermanos, todos vestidos de negro. Como yo era el dibujante de la manada llené de calaveras las paredes de la casa. Mi madre tan cómplice como siempre con nosotros, permitía aquella lúgubre decoración. Algún día mis hermanos se enojaron conmigo, yo no era un metalero auténtico, cuando estaba solo, aprovechaba y escuchaba música romántica en “La voz de Colombia”, fui una vergüenza para ellos.

Después por alguna razón llegó a mis manos, un viejo “caset”, transparente, aún lo recuerdo, no tenía ningún nombre, sin saberlo tenía grabado todo el “The Wall” de Pink Floyd. Luego me volví un izquierdoso y aventurero, abandoné a Metallica, en adelante la “banda sonora” de mi existencia se compondría exclusivamente de tres universos musicales: Pink Floyd, Mercedes Sosa y Fito Páez. Sobre estos dos últimos no me voy a referir en este momento, esa es una historia para otro lugar. Seguí escuchando también “La voz de Colombia”, cada vez que podía.

Michel Serres, advirtió que en las artes de las Musas, la poesía, la retórica o la astronomía poseen un sentido. Mientras que la música no tiene ninguno. “Una nota, un acorde, un modo, una melodía, ¡no quieren decir nada! la música es antepredicativa. Sí, ella existe antes del lenguaje y no quiere decir nada. Pero al no ser portadora de ningún sentido, los posee a todos”.

¿Cómo explicar lo qué estremecía nuestros sentidos cuando escuchábamos Pink Floyd? Obviamente, no sabíamos ni j del inglés. Pero como la música es universal y trastoca los cuerpos de todos los humanos en el orbe, nosotros, en medio de la nada, de una ciudad violenta del “tercer mundo” también empezamos a volar con las melodías clásicas, rockeras, psicodélicas, magistrales de Pink Floyd.

Pink Floyd era como una droga sin necesidad de ingerir nada, solamente bastaba escuchar. Pink Floyd para nosotros no tenía sentido porque era todos los sentidos.

No soy experto en música, no soy historiador de la música, no sé escribir un ensayo racional para explicar la música de Pink Floyd. No quiero copiar su reseña de Wikipedia. Sólo quiero tratar de nombrar, que en algún momento de mi soledad, de mis angustias, de mis iras, de mis calmas, de mis anhelos… en esos momentos, casi siempre estaba acompañado por esas largas, inquietantes, sorpresivas y adictivas melodías de Pink Floyd. Exagerado, como suelo ser, en varias ocasiones, sugerí que la música más representativa del siglo XX, era la de Pink Floyd, siempre fui refutado.

Escribo esto porque en Medellín, un gran amigo, ha fundado un bar exclusivamente de rock; le he sugerido que realicemos una noche dedicada a Pink Floyd, me ha aceptado la propuesta. Escucharemos en un bar los cuatro trabajos más emblemáticos de Pink Floyd, o mejor dicho, los más conocidos por los rockeros, a saber: The Dark Side of the Moon (1973), Wish You Were Here (1975), Animals (1977) y The Wall (1979).

El bar se llama “Dopamina”, comparto su enlace…

https://www.facebook.com/dopaminacafebar/?fref=ts,

…no porque esté haciendo “publicidad política pagada”, sino porque en nuestra ciudad la noche del 25 de febrero del año 2016, en Dopamina, brindaremos y rendiremos un tributo a Pink Floyd.

Recuerdo otra noche del pasado, estábamos en la universidad, hicimos un “baile” en un apartamento casi vacío; deliberadamente sólo sonó Pink Floyd, la noche se volvió enigmática, entramos en otra dimensión. No voy a negar que pudiera haber ayudado lo ingerido, lo fumado, o todo lo que se les ocurra para la embriaguez, pero, en definitiva esa fue la mejor experiencia pinkfloydiana, en un apartado lugar del universo, en un rinconcito de Medellín.

Ahora en Dopamina, donde sólo se venden las bebidas autorizadas, escucharemos de nuevo a Pink Floyd, no importa que sólo haya bebidas legales -es un bar público, no una casa-, no importa, pero tendremos la droga universal: la música, la música de una de las más grandes bandas de rock de la historia, escucharemos de nuevo, aquella sinfonía que comienza con “The Dark Side of the Moon” y termina con “The Wall”.

 

Frank David Bedoya Muñoz

Frank David Bedoya Muñoz (Medellín, 1978) es historiador de la Universidad Nacional de Colombia y fundador de la Escuela Zaratustra. Fue formador político en la Empresa Socialista de Riego Río Tiznado en la República Bolivariana de Venezuela. Ha publicado “1815: Bolívar le escribe a Suramérica”, “Relatos de un intelectual malogrado” y “En lo alto de un barranco hay un caminito”, libro que reúne cinco relatos, un ensayo y dos conferencias sobre la vida y obra del Libertador Simón Bolívar. Actualmente es asesor en el Congreso de Colombia.

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