Sobre la felicidad y otros demonios

Desde hace varios meses empecé a confirmar que una vez uno empieza a pensar en la vida, como dirían por ahí, “tiene más reversa un avión volando”. Y es que uno, sin darse cuenta, se convierte en la persona que detrás de cada acontecimiento diario busca una explicación universal que quizá sí exista, pero que también es muy probable que haga parta del ir y venir cotidiano de la vida. En pocas palabras, es más fácil dejar el café, que entregarse al universo para dejar que todo “fluya”, y más cuando se es innecesariamente una persona tan racional, como es mi caso. Por lo tanto, si usted es del equipo en donde necesitamos más respuestas que preguntas, quédese en la lectura, pues le prometo que, o coincidimos en un algún punto, o lo preparo para su siguiente dualidad.

En una de tantas conversaciones sin salida conmigo misma, me he cuestionado, porque decir que me he culpado me pesa bastante, por perseguir constantemente una felicidad que no entiendo muy bien en qué consiste. Y es que lo cierto es que es un sentimiento al cual todos aspiramos, pero pocos realmente he conocido que lo experimentan. La cuestión con la felicidad es que siempre es el fin al que todos queremos llegar. De hecho, quisiera que levante la mano o tire la piedra, para ser un poquito más bíblicos, el que haya hecho alguna vez una lista de deseos o un mapa de sueños que no haya tenido escondida la intención de “ser feliz”.

Me tendré, claramente, que excusar con don Nieztsche, Kant o cualquier otro que haya hecho un ensayo histórico sobre este sentimiento, sin duda alguna, mis dos clases de filosofía y el master que tengo en podcast sobre la vida no les hacen justicia a sus teorías. Sin embargo, la mía va un poquito más con la maleta ligera, con unos cuantos ejemplos y con la experiencia de lo que ha sido este año para muchas de las personas con las que me he topado y para mí misma, “movidito” por no nombrarlo de manera despectiva.

Mi teoría entonces va de que al ser humano, por naturaleza, le gusta la emoción, la energía, estar en un constante cambio que le hace creer que todo ira mucho mejor. Incluso, ¡descarados somos! Cuando estando en calma, buscamos el caos porque vamos detrás de la necesidad de correr para avanzar sin antes haber aprendido a caminar. Pero, si la felicidad es el destino, ¿qué pasa cuando el tiquete de avión lo compramos por Viva o tiene más de una escala? Sin duda alguna, nada acontece, nos quedamos en el mismo aeropuerto esperando a que llegue el vuelo, el golpe de suerte, una experiencia que nos cambie la vida y nos confirme que vale la pena quedarnos.

Yo por el contrario, cansada de perseguir tantos aviones que me han dejado varada en sentimientos vacíos, he empezado a convencerme de que la felicidad no esta en el hacer, en el cambiar o en el reiventarme todos los días. Le he apostado mucho más a creer que la felicidad es la rutina. Es tomarse todos los días el café, a la misma hora y en la misma taza. Sostener la misma mano de la persona que nos entrega paz, permitir que el día pase por la ventana de la oficina, recibiendo la cadena de oración de la abuelita en el WhatsApp y terminando el día contándole a la mamá cómo estuvo la rutina.

Solemos caer en el error de creer que cuando la vida está plana, cuando no hay emoción o motivación, estamos medio llenos o medio vacíos, con un sin sabor de que nos falta algo, que solo nos hace sentirnos completos cuando llega un acontecimiento que nos lleva al limite de nuestra cordura, que instala un dolor en el pecho o nos pone en una situación incomoda. Ahí es cuando empezamos a añorar “la felicidad de antes” cuando todo estaba tranquilo. ¿Y es ilógico no? Que apreciamos lo feliz que fuimos justo cuando nos llega una tristeza descarada.

Felicidad entonces, según esta teoría chueca, no necesariamente es sinónimo de tener el corazón en la mano y la adrenalina en el cielo, es más bien darse cuenta del existir, del lugar que se habita, del poder de la rutina que hemos construido y de que el objetivo de la vida nunca, jamás, ni por error, es llegar al destino, sino disfrutarse el proceso, sin miedo a quedarse en el lugar en el que nos sentimos a gusto.

Y para el pesar de todos aquellos que aborrecemos los clichés, sí, la felicidad no es más que darnos cuenta de que quedarnos en el lugar que nos hace bien es “justo y necesario, es nuestro deber y salvación” para no quedarnos esperando una vida que se nos escurre en las manos.


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Valentina Ramírez Gil

Comunicadora Social - Periodista, creativa por pasión y amante de las letras por vocación. Fiel enamorada de las historias de ciudad, del escuchar y de crear conversaciones honestas.

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