“Los mataron como si fueran un par de perros insignificantes”

Para Diego.

“Bueno, por hoy hemos terminado con los perros”

Walter Benjamin (2014). 

El asesinato de un reconocido estilista y de su madre ha dado para todo. Imagino que el empecinamiento tiene que ver por tratarse del “estilista de las estrellas”. Una manera ridícula para referirse a personas que trabajan entreteniendo a otras. No hablemos de artistas porque eso es una categoría diferente. En lo fundamental, el doble asesinato revela el patético estado de opinión impuesto como criterio de la esfera pública. No en vano, se enseña que las opiniones son respetables y que es vinculante el deber de valorar el derecho de todos a expresarlas. Todos tienen algo para opinar y todos creen estar en el deber de comunicar sus opiniones, con lo que confirman la ausencia de buenas perspectivas. Nietzsche sostiene que más importante que tener opiniones es crear perspectivas que realcen la cultura y acrecienten nuestras fuerzas. Perspectivas que nos ayuden a vivir y afirmar la vida. Como acostumbro decir a los estudiantes cada que inicio un nuevo curso o seminario: absténganse de opinar. Las opiniones no son respetables, lo son las personas. Por lo mismo, si estamos en un espacio académico, es de respeto hacia ellas ofrecer argumentos basados en el conocimiento. Solo la relación meditada con la lectura y la escritura crean las condiciones para ofrecer algo más que opiniones. Después de todo ¡quién las necesita si todos están indigestos con las propias!

Ahora bien, más problemático que el estado de opinión impuesto es su contenido. La bajeza lo nutre y lo mantiene vivo. Todos pueden opinar, lo cual ya es bastante mediocre, pero, además, pueden exhibir sin ningún pudor lo irrisorio de sus opiniones morales. Palabras veleidosas, juicios desmesurados y un resentimiento enorme lo invaden todo.  Volviendo al asesinato en mención, me acecha la opinión de una mujer indignada exigiendo justicia: “Los mataron como si fueran un par de perros insignificantes”. La mujer indica que “esto” no puede quedar así, que el cielo arderá sin justicia. A fin de cuentas, no eran perros. Una triste razón sí la acompaña, presenciar el desgrane paso a paso del por qué y a través de qué medios se enriquece un gran número de personas en Colombia, deja muy claro que el reconocido estilista y su madre podrían haber sido muchas cosas, pero nunca perros. Tampoco cerdos, ratas o burros. Es probable que, a juicio de la mujer, otros animales que robustecen también el reino de los insignificantes; de esos usados para referirse a las cualidades que mejor describen nuestro Estado y sociedad: porquería, corrupción e ignorancia. 

Debo reconocer que esta mujer consiguió hacerme recordar uno de esos conceptos extraños y maravillosos que la filosofía ha alumbrado: el “alma bella” (schöne Seele). Acuñado por Schiller, es en la filosofía de Hegel y Nietzsche que este concepto mejor alcanza a describir y penetrar la realidad. En Fenomenología del espíritu, Hegel (2010) se refiere a esa figura particular de la conciencia que persiste cómoda consigo misma. Ella expresa el reposo que amarra la conciencia a sus impresiones inmediatas, sin comprometerse con el rigor de la formación (Bildung). Formarse (sich bilden) requiere mucho más que tener impresiones que no han pasado por el duro trabajo del concepto. El “alma bella” es la figura de la conciencia que encarna la tranquilidad sin ninguna exigencia. En otras palabras, es la imagen de la oquedad de la conciencia, unilateralidad revolcándose en su estulticia. Por su parte, en La genealogía de la moral, Nietzsche asocia el “alma bella” al resentimiento de los esclavos. Aquí la esclavitud no es una situación histórica o política, sino una actitud hacia la vida, la actitud de los impotentes que inventan valores para todos; valores que surgen de su miseria y de la incapacidad de apreciar la belleza que nos une a la fuerza robusta del animal. Esto es, esclavos son los hombres inferiores que falsean una dignidad superior emanada de su narcisismo antropológico. Generalizan la podredumbre de sus esquemas de valoración y los adornan con el nombre de justicia. Para el caso en cuestión, justicia es reconocer que dos personas, con las virtudes que puedan atribuírseles (de tenerlas), no pueden apreciarse como si fueran un par de perros.

Conviene acercarse a la tradición. En efecto, no a cualquiera. Tiene que ser a una que consiga devolvernos al comienzo más logrado de nuestra moralidad. En Difícil Libertad, un libro de Levinas dedicado al judaísmo, hallamos un ensayo titulado Nombre de un perro, o el derecho natural. En escasas páginas, Levinas muestra que el vínculo entre el hombre y el perro se remonta hasta el ser mismo de la ley. En Éxodo (XXII, 30), Hashem ordena: “Sean hombres de santidad para Mí, no coman carne de animales despedazados por las fieras en el campo; échenla a los perros”. El perro viene investido por un derecho no dado por el hombre sino por Dios. Él es el que establece que la carne despedazada pertenece al perro. En esta pertenencia el animal asiste al hombre en el cuidado que este debe observar con lo que ingiere. Si el hombre ingiere muerte, solo muerte ha de salir por su boca. Si se me permite una extrapolación, hay que aprender a pensar y hay que cuidar el pensamiento antes de poder hablar. No es suficiente tener derecho a hacerlo sin más. El argumento de Levinas se profundiza manteniéndose en la memoria viva de la Torá. Mientras los hebreos huyen de la esclavitud de Egipto, extraños perros guardan silencio (Éxodo, VII, 11). Los perros, pues, son testigos del negado derecho a la libertad que pertenece a los hombres. El perro guarda silencio porque en él se afirma la libertad hebrea en la aciaga noche de los primogénitos de Egipto.   

Esta trayectoria que vincula al hombre con el perro, vuelve y se actualiza en los campos de concentración y de exterminio. Auschwitz, su paradigma, es el dar la muerte por la muerte sin mediar justificación. Auschwitz es la desposesión de la humanidad en el hombre. Nada en el Lager (campo) testifica su humanidad. Pero, a pesar de que todo ha vuelto la espalda, otra vez un perro es testigo: “El animal sobrevivía en algún rincón salvaje, en los alrededores del campo. Pero nosotros lo llamábamos con un nombre exótico, Bobby, como conviene hacerlo con un perro querido. Aparecía en los reagrupamientos matinales y nos esperaba al regreso, brincando y ladrando con alegría. Para él -era indiscutible- fuimos hombres” (Levinas, 2004: 184). El ensayo nos muestra que, frente a la desposesión de la humanidad, el perro aparece para testificar en contra de la injusticia. Tal vez, preciso por la humillación, el desamparo y el desprecio al que se lo somete, el perro es el testigo mudo de lo que el hombre hace al hombre. El poder brutal del fascismo borra los indicios de humanidad en sus víctimas, pero, el perro se resiste a participar en dicha borradura, si se le permite ser según su naturaleza animal. También es cierto, en no pocas ocasiones, el hombre ha hecho del perro la extensión de su brutalidad. Sin embargo, Bobby es el perro que la adversidad no ha destruido, es el perro fiel que testifica la humanidad de las víctimas. Para Levinas, por supuesto, Bobby fue el último discípulo de Kant en el Lager, justo antes de que la mano del hombre hiciera humo y ceniza la dignidad absoluta e inalienable atribuida a todos los seres humanos (Kant, 2017).   

En cuanto a mí, debo agregar algunas letras. Soy un hombre de perros. He tenido más de los que alcanzo a contar con una mano, o ellos me han tenido a mí. He sido de ellos. En su mayoría han muerto, aunque todavía me visitan en sueños, se resisten al olvido. No imagino que me esperan en lugar alguno. En eso no hay consuelo. Ya no están y yo sigo vivo. Eso es todo. Les he dado lo que en su momento fui capaz. Sé que ese dar es poco, o menos, frente a lo que ellos me han dado a mí. Como dirá Benjamin (2014: 120) “Ni un sólo perro es igual a otro, ya sea corporal o espiritualmente”. Cada uno de mis perros me ha enseñado la delicadeza de toda diferencia. La voluntad de ser lo que se es, sin aspavientos ni vanidad. Empero, tal vez más importante, mis perros me han enseñado que nunca estaremos a la altura del amor, mientras no podamos amar sin juzgar. Se fueron y en sus últimas miradas jamás el reproche, solo el amor por lo poco, o menos, que les he dado. Un perro nunca exige, recibe lo que damos sin reprochar nuestra imperfección. Lo confieso, frente a mis perros solo tengo un amor infinito, pero imperfecto. También mucha vergüenza. Todavía no puedo amar sin reproche. No consigo amar como el animal que en el último instante puede hundirse en paz, con el saber de haber amado sin exigir más de lo dado. No consigo ofrecer el perfecto amor de un perro insignificante.   


  

Referencias

Benjamin, Walter. 2014. Juicio a las brujas y otras catástrofes. Buenos Aires: Interzona.

Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. 2010. Fenomenología del espíritu. México: Fondo de la Cultura Económica.

Kant, Immanuel. 2017. Fundamentación de la metafísica de las costumbres. México: Austral.

Levinas, Emmanuel. 2004. Difícil libertad. Ensayos sobre el judaísmo. Buenos Aires: Lilmod.

Nietzsche, Friedrich. 2005. La genealogía de la moral. Un escrito polémico. Madrid: Alianza. 

Torat Emet. 2014. Buenos Aires: Keter Torá. 

      

Alexánder Hincapié García

Doctor en Educación de la Universidad de Antioquia, Magíster en Psicología, con estudios de pregrado en psicología y filosofía. Realizó su estancia doctoral en la Universidad Nacional Autónoma de México. Su tesis doctoral obtuvo la máxima calificación, Summa Cum Laude. Reconocido como Investigador Asociado por COLCIENCIAS. Ha sido profesor de pregrado y postgrado en distintas universidades. Se define más que profesor como un investigador social sin credos epistemológicos.

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