He de empezar este texto con un cliché: “uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde” y justo me pasó con la muerte de Francisco.
No sabía que lo valoraba tanto hasta que todo mi Instagram se transformó en una especie de diario personal con un sin fin de frases que ni si quiera sé si las dijo todas, pero que seguramente si no las dijo, pero las vio, no dudó en contestar: “sí soy” …
Verán, él fue como un tipo de figura pública que uno no entiende cómo, pero uno sentía que lo conocía como si fuera el vecino…. Nada más pensar cuando dijo “¿quién soy yo para juzgar?” y sentir que lo pudo haber dicho tomando tinto en la tienda de la esquina escuchando un Diomedazo de fondo.
Con toda la oleada de contenido en su nombre y resaltando también que las redes suelen tener más de mentira que de verdad, si hay algo de cierto en esta “tendencia”, es que, si la “fe mueve montañas”, Francisco, popularizó, viralizó y trajo varios seguidores a los cuales movió para darle una oportunidad a la Iglesia como marca, como institución o como negocio. Con él, dejamos por unos años de cuestionar “los medios” de esta institución, para justificar su “fin”.
Lo que gustaba de él es que aterrizó la fe a algo en lo que uno puede creer, pero a fin de cuentas, también puede ser.
Hizo de cosas tan esenciales y pequeñas, como aceptar las diferencias, una grandeza. Reconoció la valentía que se esconde detrás de un perdón y supo que ser feliz “no es más que aceptar los sentimientos que llevan a decir un te amo”. En otras palabras, entendió la vida de manera simple, sin afán, sin rencores y sin soberbia, pero, sobre todo, pareciese que la tradujo de un idioma que los más creyentes llamarían “celestial” al español.
Él nunca quiso ser Papa, con esas mismas palabras lo dijo, pero aceptó que en la vida muchas veces hay que hacer cosas que uno no quiere, pero que le permiten ser lo que uno necesita.
¡Como sentí que lo conocía de lejos!, sé que es muy probable que valorara más a la buena persona que al mismo creyente de un dios… Porque no siempre el que peca y reza empata, pero siempre el que habla y actúa de corazón, gana.
Con su muerte, esta religión, hoy pierde una seguidora más, la verdad muy poco devota, pero que reconocía en él el verdadero significado de espiritualidad, pues incluso al ser parte de una institución tan mediocre en acciones, le intentó dar validez con sus palabras.
La Iglesia hoy ha quedado un poco más vacía, ¡estoy segura!, y al parecer sin algortimo claro para recuperarse, pues la figura más opcionada para ocupar este “cargo”, si así se puede llamar, nos puede retroceder cincuenta años en ideales, como si quienes los defendieran no estuvieran a punto de despertarse al lado de Francisco el día de mañana. Con esto, es una lástima que se haya desperdiciado la oportunidad de renovarse, de repuntar en números, de seguir dominando el mundo, porque Francisco era ese “no sé qué” que aun siendo uno poco creyente, lo defendía con la certeza de ser tan superior y sabio como para guiar las masas.
Pero la verdad, lo dijo él y ahora yo, “¿quiénes somos para juzgar su partida?”, si pudo no haber sido por su edad o estado de salud… Quizás, después de tanto tiempo él aprendió el arte de irse de donde ya no pertenecía, porque si somos sensatos, no hacía falta ser erudita para confiar en que su bondad, sencillez y sobre todo: humanidad, no pertenecían a lo que representaba. Él, como cualquier verdadera religión, solo se permitió ser y ya.
Por ahora y por lo que quede de su recuerdo: “seamos revolucionarios para tener el coraje de ser felices”.
Y Amen. Siempre Amen.
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