Adán y Eva – La continuidad de la vida

“Hay una fuerza, una suerte de llamado irracional que tiende a aclarar los vínculos, a despejar los caminos y que es anterior -y opuesto- al llamado de lo racional que tiende a confundir, paralizar y levantar muros”

Vemos al Hombre. Su sexualidad. Su complejidad o simplicidad psicológica. Su sistema de creencias. Su aparato epistemológico en tanto que creador de realidad. Su actuar. Su devenir. Su desaparición. Su nacimiento. Una red inacabable de instancias que se engranan con nuestra propia percepción y nuestras propias redes. Redes que se informan, que adquieren forma y contenidos. ¿Dónde empieza o termina un ser humano? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Están sus límites en la piel? ¿En la sociedad que integra? Algunos aventuran que se es humano sólo en el espíritu y todo lo que sucede después -cuerpo y sociedad incluidos- es eventual, impredecible, caótico y sometido al albur del devenir y degradación del tiempo. ¿Llegamos hasta donde llega nuestro lenguaje, como decía Wittgenstein? Siguiendo el mismo razonamiento, eso querría decir que todo lo que está del otro lado del lenguaje es una especie de nada, un “sinsentido” salvaje que funciona pero que no nos atañe, mientras que lo que está de este lado es donde los hechos y el lenguaje se identifican, porque los límites del mundo son los límites del lenguaje. Jorge Luis Borges, por su lado, ponía como límite la memoria: si te olvidan, mueres… Y así vamos “indefiniendo” los confines del ser humano o, mejor dicho, de lo humano… de ese algo indefinido que tiene a la identificación como fuerza principal antes que la segregación: recuerdos, palabras, presencias, ausencias… todo se enlaza de una manera más o menos precisa o más o menos tenue, pero todo lo humano implica cierta calidad de identificación… No de unión de cosas, sino de identificación entre iguales… reconocimiento de la igualdad en las diferencias, cosas que nos permite empatizar con ellas, sean cuales fueran las culturas o creencias. Hay una fuerza, una suerte de llamado irracional que tiende a aclarar los vínculos, a despejar los caminos y que es anterior -y opuesto- al llamado de lo racional que tiende a confundir, paralizar y levantar muros. Y con ese llamado racional nos referimos a todas aquellas estrategias del miedo que nos movilizan hacia la inmovilidad, implicando siempre un estancamiento y una consecuente contaminación de los sentimientos… Miedo del Hombre al Hombre y a la libertad de su naturaleza… y nos referimos en especial a la política, que es la más molesta y miedosa forma de pensar y sentir lo real. Tal resquemor frente a lo que se es, genera todas aquellas barreras que detienen la evolución de la psique, y esto sucede porque en ese resquemor merodea la nada: dentro de lo humano todo, fuera de lo humano, el sinsentido, la mudez de lo natural: todo aquello que nos es inaccesible. Dentro de lo que tenemos de humanos sólo podemos esperar a que nos cruce, a través de la mente y del corazón, lo humano. Y esperar… sobre todo saber esperar, porque vivir es esperar. Esperar a que el amado llegue, a que la amada llegue, a que el niño salga de la escuela, a que el viejo se muera en el Hospital. Toda religión es otra forma de esa espera, ya sea esperar mesías por primera o segunda vez; iluminaciones o reencuentros… pero siempre es esperar a que el amor atraviese con su saeta (florida en la iconografía India y de hiriente acero en Occidente) nuestro corazón…

Supo escribir Publio Terencio Africano: “Homo sum, humani nihil a me alienum puto”: «Soy un Hombre, nada humano me es ajeno». Todo es humano y es en lo humano. Humano es todo lo que hay porque sólo es aquello que es humano, porque fuera del ser humano existe lo inconcebible… Y así arribamos a la idea de la unidad fundamental de ser no una persona, sino el Hombre mismo como especie. Entender que no tenemos límites. Que no terminamos ni empezamos. Que no somos individuos. Que somos la continuidad de la vida. Que todas nuestras barreras nacen de nuestra falta de amplitud de visión y que el amor es quien nos demuestra la unidad que nos asiste en nosotros y a pesar de nosotros. En efecto: el amor traspasa todo lo humano de extremo a extremo, haciendo desaparecer cualquier desconexión, tramando nuestras vidas -de todos los espacios y tiempos- en un rosario multidimensional e inagotable: un tejido infinito de vida y amor. Sabio es el mandamiento bíblico que quiere ver que varón y mujer -Adán y Eva- sean, ante todo, una unidad. Dice en Génesis 2:24: Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne”. Fluirás más allá de tus padres y serás uno con alguien que no pertenecerá a “tu sangre” sino que unirá tu ser al otro, para descubrir en el goce del sexo y del amor, la unidad fundamental de lo humano y cuya síntesis será la presencia del hijo. El hijo explica que nunca hubo dos amantes, sino que el sexo y el amor atravesaron de lado a lado nuestra Humanidad (que en nuestra miopía se divide en dos) cristalizando en esa unidad fundamental, en esa unidad del hijo, la unidad de lo viviente… aunque seamos ciegos a ella por naturaleza, pero siendo videntes por el espíritu.
Amar se trata de poner lo humano en el mundo, de humanizarlo, de darle lo mejor que este mundo ha podido engendrar desde su propia materia y energía: el Hombre como especie y como nido de inteligencia, sensibilidad y pasión en el seno de un Universo que se nos muestra eternamente helado, no vivo y hostil.

 

Horacio Ramírez

Poeta, artista plástico, ensayista, crítico de cine, dedicado al estudio de la Simbología Universal, mitología y religiones comparadas. Formado en el ámbito científico de la Ecología fue derivando hacia el arte, la investigación en teoría poética, literatura japonesa, filosofías religiosas occidentales y orientales.

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