Una nueva Ilustración

“Hoy más que nunca resulta necesaria una nueva Ilustración que avive el deseo del ser humano por cultivar con esmero su racionalidad, lo impulse a buscar la verdad y lo libere de la tiranía de la ignorancia, el fanatismo y la violencia.”


Hacia finales del siglo XVIII  Johann F. Zöllner lanzo una pregunta en el boletín mensual de Berlín a los intelectuales más reconocidos de su época: ¿qué es la Ilustración? Se recibieron múltiples respuestas, una de ellas, la del filósofo prusiano Immanuel Kant, ha pasado a la historia, en su ensayo dice que la Ilustración es  “la salida del hombre de la inmadurez causada por él mismo (…) “Sapere Aude!” ¡Atrévete a saber! Esta es la consigna de la Ilustración”. La invitación es a que los seres humanos pongan por encima de las leyes y de sus creencias religiosas la razón, pues esta, bien utilizada, es el mejor instrumento para conseguir verdaderas transformaciones personales y sociales.

El Doctor Carlos Gaviria recordaba otra respuesta a dicha pregunta que no es tan conocida, la de Benjamin Ergert, quien pensaba que “la ilustración es el primer derecho del pueblo en una democracia”. Siguiendo esta tesis, la ilustración, entendida aquí como educación, debería ser en las sociedades contemporáneas un derecho fundamental, pues, si entendemos la democracia como el gobierno del pueblo, ese pueblo ha de tener la posibilidad de recibir los conocimientos adecuados que le brinden herramientas para comprender la realidad en que están inmersos y sus diversas problemáticas, con este bagaje se pueden tomar las decisiones más convenientes para el bienestar y progreso de toda la comunidad. Se trata de privilegiar el dialogo racional y el debate argumentado de los ciudadanos por encima de los discursos homogéneos y totalitarios de algunos caudillos, teñidos muchas veces de dogmatismos, apasionamientos y violencia.

Sin embargo, los frutos de la Ilustración fueron disfrutados, casi exclusivamente, por las clases burguesas y aristócratas de la época, mientras que los pobres y marginados poco o nada se enteraron de este proceso “iluminador”. Tres siglos después esta dinámica desigual se continúa presentando entre nosotros, en muchos casos la calidad de la formación es directamente proporcional a la cantidad de dinero que se page bajo concepto de matrícula y mensualidad  a la institución educativa, favoreciendo, evidentemente, a las clases sociales más acomodadas que tienen como pagar esos valores; entretanto las clases más desfavorecidas deben acomodarse al sistema educativo estatal, donde impera la precariedad debido al olvido y a los continuos recortes del gobierno a su presupuesto de funcionamiento.

Entre las muchas desigualdades que la pandemia de la Covid-19 ayudo a desenmascarar, la educativa es quizá la más dolorosa. Cientos de miles de niños, adolescentes y jóvenes en nuestro país tuvieron que migrar de la presencialidad a la virtualidad en cuestión de días sin contar con los medios tecnológicos apropiados para ingresar a sus clases y desarrollar las actividades evaluativas, no en vano cerca de 13.000 estudiantes abandonaron sus estudios durante la cuarentena, una cifra de deserción alarmante. El otro actor fundamental en la educación, los profesores, también se han visto gravemente afectados, muchos de ellos no estaban familiarizados con las plataformas digitales, no se les brindo la debida capacitación para usarlas y, como si fuera poco, la carga laboral se multiplico exponencialmente al trabajar desde casa. Lo anterior sin contar con las demás problemáticas que hemos tenido que afrontar: familiares enfermos y fallecidos, estados de ánimo fluctuantes y problemas económicos.

A pesar de lo anterior, esta pandemia hubiese sido una oportunidad de oro para el Estado de replantear el sistema educativo colombiano, posibilitando el acceso de todos los estudiantes a una formación de calidad, integral y democrática. Una educación atractiva, que fomente la pregunta, la experimentación y la investigación sobre nosotros mismos, la naturaleza y el mundo que nos rodea; una escuela que sea capaz de conectar las inquietudes de los estudiantes con las temáticas de su pensum; un conocimiento que se construya colectivamente, donde se respete la diversidad y todos puedan expresarse sin miedo, con su propia voz, y así poder entablar diálogos de saberes, cargados de buenas razones y mucha creatividad. Lastimosamente, la educación virtual resultó siendo más de lo mismo, metodologías aburridas y obsoletas que privilegian la evaluación, empujando a los estudiantes a memorizar conceptos científicos, operaciones matemáticas y hechos históricos que se plantean como verdades absolutas e indiscutibles, acabando de tajo con la curiosidad y haciéndoles creer que el camino del conocimiento es pura letra muerta.

Si, como decía el Doctor Gaviria, “la principal meta de la educación es construir ciudadanía” se debe comenzar por comprender y formar al pueblo, no como una masa amorfa al vaivén de sus emociones, sino como un conjunto de personas libres, con un pensamiento crítico y propositivo que los hace capaces de involucrarse en los asuntos públicos, buscando construir un país con condiciones más dignas para ellos, para sus hijos y para las futuras generaciones. Sin duda, hoy más que nunca resulta necesaria una nueva Ilustración que avive el deseo del ser humano por cultivar con esmero su racionalidad, lo impulse a buscar la verdad y lo libere de la tiranía de la ignorancia, el fanatismo y la violencia.

Daniel Bedoya Salazar

Estudiante de Filosofía UdeA
Ciudadano, creyendo en la utopía.

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