Cuando escribo estas líneas, Bogotá, con ¡89,9! de ocupación de camas UCI, se acerca a la temida cifra a partir de la cual se dispara la alerta roja y se desata la angustia de cientos de pacientes tras una cama que solo estará disponible si alguien sana… o si alguien muere; a partir de la cual hay filas en los hospitales…, pero también en los hornos crematorios, como ya sucede en Medellín; a partir de la cual los médicos enfrentan el drama del triaje ético, el dilema surrealista de a quién darle la oportunidad de vivir y a quién negársela.
Medellín y Cali ya cruzaron esa línea roja, pero la situación más amenazante está en Bogotá, con más del doble de población que Medellín y mayor velocidad de contagio, al punto que la ocupación pasó de 83,7% a 89,9% en cuatro días. Con esa tendencia, 196 camas disponibles ya no lo estarán mañana, y el temor no será el 90% en que ya estamos, sino el colapso del sistema hospitalario, que la alcaldesa ve venir cuando anuncia que “vienen tiempos muy muy difíciles”.
Frente a tan dantesco panorama, ¿qué explicación tienen los alcaldes “alternativos” de estas ciudades? No basta la advertencia de que lo peor está por venir, mientras no solo callan frente a las marchas del 28 de abril y las del 1º de mayo, que no faltarán, sino que las permiten y habilitan.
¿Por qué cierran el comercio, lesionando el derecho al trabajo, pero permiten las marchas protegiendo el derecho a la protesta? ¿Por qué ese ejercicio discrecional e ideológico de la autoridad?
Ahora más que nunca la ciudadanía exige autoridad. ¡Autoridad!, para impedir la amenaza homicida de las movilizaciones durante 24 horas el 28 de abril, convocadas por sindicatos y centrales obreras contra la Reforma Tributaria; 24 horas que al senador Bolívar le parecen insuficientes, porque su jefe Petro lo mandó a exigir movilización permanente, sin importar contagiados ni muertos, mientras ellos y sus compinches de la izquierda en el Congreso, esquivan el debate asertivo con el Gobierno y prefieren jugar, desentendidos y alegres, al cacerolazo irresponsable y sin tapabocas.
¡Autoridad!, para prevenir, y no estaríamos contando los muertos de la minga que nunca debió entrar a Bogotá, ni los de las fiestas de la final Cali – Santa Fe, permitidos con indolencia, ni los de las protestas callejeras por el garantismo populista frente a derechos innegables, pero postergables cuando del interés general se trata, ni los del despelote navideño sin control en San Victorino, ni los de la Semana Santa.
¡Autoridad!, para sancionar de verdad, con trabajo comunitario siquiera, porque los muertos duelen más cuando la Policía nos informa por televisión de 13 ciudadanos de fiesta en un prostíbulo bogotano, que salieron orondos con su comparendo en el bolsillo.
¡Autoridad!, clama la ciudadanía. Es cierto que la disciplina social se estrella contra la pobreza y la lucha por la subsistencia, pero aún en esa condición vulnerable el autocuidado es posible y necesario, porque hay que estar vivo para tener afán de subsistencia.
La principal estrategia sigue siendo el autocuidado, que es hijo de la disciplina social, pero este planteamiento no releva al gobernante de sus responsabilidades, pues cuando falla la disciplina, como aprendimos en casa, la autoridad debe llenar ese vacío, para detener el espectáculo grotesco, si no fuera mortal, de “ciudadanos” haciendo lo que les viene en gana y sancionados con comparendos que son “rey de burlas”.
¡Autoridad! Los habitantes de Bogotá, Medellín y Cali tenemos derecho a la vida, y sus alcaldes la obligación de garantizarlo.
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