¡No paren el petróleo!

En las últimas semanas, un grupo de vándalos activistas cobraron notoriedad mundial. Se trata de Just Stop Oil, cuya metodología consiste principalmente en ingresar a museos, manchar una obra de arte valuada en decenas de millones de dólares, y luego, dar algún discurso del tipo “tenemos que frenar la explotación de combustibles fósiles porque, de no hacerlo, destruiremos el planeta”.

Tras lanzar salsa de tomate al cuadro Los Girasoles de van Gogh, una perpetradora de dicho movimiento, se preguntó: “¿Qué vale más?, ¿el arte o la vida?”, para luego concluir que frenando la explotación de petróleo caería el hambre en el mundo y mejoraría el acceso a los recursos de parte de la población.

Las protestas de estos nuevos jóvenes idealistas han creado un rechazo generalizado. El público, incluso cuando puede compartir el fondo de la cuestión, se indigna frente al ataque a las obras de arte, y considera que –en el mejor de los casos– esa no es la forma de pedir por “un mundo mejor”.

Ahora bien, ¿realmente estaríamos mejor si dejáramos de utilizar los combustibles fósiles? Es decir, más allá de las formas que utilizan los ambientalistas británicos, ¿es correcto el fondo del reclamo?

Mi respuesta es que, aunque las formas puedan ser “totalmente reprochables”, peor todavía es el cambio que le están pidiendo al planeta. Es que lo que provocaría una catástrofe humanitaria no es una mayor producción de petróleo, sino precisamente que los planes de Just Stop Oil se lleven adelante.

Quien analizó y explicó este tema en profundidad fue el filósofo Alex Epstein en su obra La cuestión moral de los combustibles fósiles (Planeta, 2021). Allí se expone, entre otras cosas, que el aumento en el consumo de combustibles fósiles a lo largo de las últimas décadas es lo que explica la mejora de las condiciones de vida de gran parte del planeta. Según los datos aportados por Epstein, entre 1980 y 2012, en los Estados Unidos aumentó un 8,7% el consumo de petróleo, un 28,3% el consumo de gas natural y un 12,6% el consumo de carbón; en ese mismo lapso, el PIB per cápita del país (medido en dólares internacionales) se multiplicó por cuatro (4).

Por supuesto, es aún más impresionante cuando este análisis se aplica a países como China o India. En el año 1980, China consumió 1.643 barriles de petróleo; en 2021, esa cifra se había multiplicado por nueve (9), y en el mismo período el PIB per cápita de China aumentó un impresionante 2.500%. En el caso de la India, mientras el consumo de petróleo se multiplicó por ocho (8), el producto bruto per cápita aumentó 450%. Más energía es más producción y un desplome de los niveles de pobreza.

La relación entre una cosa y otra es fácil de ver. Es que un mayor uso de combustibles fósiles permite un mejor uso de las máquinas que sirven para mejorar las condiciones de vida de la población. Los combustibles fósiles, que constituyen el 82,3% de la energía que consume el mundo entero, permiten que funcionen los tractores en los campos, que los camiones y barcos trasladen el alimento a cualquier lugar del mundo, que los hospitales tengan energía eléctrica, y que los laboratorios médicos pueden desarrollar vacunas y medicamentos, todo lo cual, ha mejorado increíblemente la vida humana en el último siglo.

¿Cómo es posible que se diga que los hidrocarburos serán responsables de hambrunas, sequías, heladas y otras catástrofes relacionadas cuando esto está en franco contraste con los datos de la realidad?

Just Stop Oil no está solo en sus pronósticos catastrofistas. El libro de Epstein también cita un largo número de expertos que vienen pronosticando un apocalipsis climático que nunca termina de llegar. Entre las predicciones más destacadas están las de El Club de Roma, que en 1972 anticipó que nos íbamos a quedar sin petróleo para 1992 y sin gas natural para 1993. FALSO.

En 1973, el prestigioso ambientalista Paul Ehrlich pronosticó que “para el año 2000, el Reino Unido solo será un pequeño grupo de islas empobrecidas”. FALSO.

Un artículo publicado en el American Enterprise Institute (Fuente AQUÍ) releva nada menos que 50 años de erróneas predicciones de los ambientalistas.

¿Cómo pueden errar tanto los supuestos “expertos del clima”?

Tal vez tenga que ver con lo que confesó en 1996 Stephen Schneider, un climatólogo de Stanford, quien sostenía que lo importante para el activismo del clima era “conseguir una buena presencia en los medios”, con lo cual “tenemos que presentar escenarios aterradores, hacer afirmaciones simplificadas y contundentes y hacer escasa mención a las dudas que podamos tener”.

Como dicen ahora: esa deshonestidad intelectual no te la robo, amigo.

La cuestión moral de los combustibles fósiles es todo lo contrario en este sentido. Su autor explica de forma transparente y directa que su estándar de valor es la vida humana, y que su diferencia fundamental con gran parte del ambientalismo es que, para ellos, el estándar de valor es la ausencia de impacto humano sobre el planeta. El problema es que una versión extrema de esta idea nos llevaría a pensar que terminar con la especie humana es algo deseable, producto de todo lo bien que le irá al planeta sin nosotros.

No extraña, entonces, que el Príncipe Felipe (requiéscat in pace), Duque de Edimburgo y ex Presidente del Fondo Mundial para la Naturaleza (World Wildlife Fund), haya expresado en una oportunidad que, si tuviera que reencarnarse, le gustaría volver al mundo como “un virus mortal, con el fin de poder contribuir a resolver el problema de la superpoblación”. Felipe y otros tantos que comparten sus ideas, seguramente, se hayan alegrado con la llegada de la pandemia del COVID-19 y las consecuentes cuarentenas, cuya combinación deterioró la vida humana como jamás había ocurrido antes; aunque, probablemente, “fue positiva para los mosquitos y los osos polares”.

Recapitulando. En el mejor de los casos, el ambientalismo es un movimiento que exagera los costos y riesgos que genera la producción y el consumo de hidrocarburos, pero desconoce abierta y deliberadamente todos sus beneficios. En el peor, es un movimiento directamente antihumano que, al oponerse a la producción de petróleo, carbón y gas, se opone a prácticamente todos los logros de nuestra civilización.


La versión original de este artículo apareció por primera vez en el portal Infobae: Hacemos periodismo, y la que le siguió en nuestro medio aliado El Bastión.

Iván Carrino

Economista, escritor, conferencista internacional y docente. Actualmente, dirige «Iván Carrino & Asociados»: empresa de investigación y asesoría económica y financiera. Es investigador asociado de FARO UDD: Núcleo de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad del Desarrollo (Chile), y entre 2018 y 2022 fue subdirector de la Maestría en Economía y Ciencias Políticas del Instituto Universitario ESEADE (Argentina). Licenciado en Administración por la Universidad de Buenos Aires, máster en Economía de la Escuela Austriaca por la Universidad Rey Juan Carlos de España y máster en Economía Aplicada de la Universidad del CEMA de Argentina. Ofrece además, charlas y conferencias en congresos especializados, reuniones empresariales y eventos no gubernamentales; asesora a empresas en temas de coyuntura macroeconómica y sectorial.

Es profesor de «Historia del Pensamiento Económico» en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad del Desarrollo, donde también dicta el curso «Economía, Política e Instituciones». Escribe columnas en medios como La Nación, Ámbito Financiero, El Cronista, Infobae, El Bastión, entre otros. Cuenta en su haber como autor con cinco libros: «Cleptocracia» (2015), «Estrangulados» (2016), «Historia Secreta de Argentina» (2017), «El Liberalismo Económico en 10 Principios» (2018) y «La Gran Desproporción: economía y política de la pandemia de Covid-19» (2021).

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