Libre expresión y redes sociales

Catorce días después que simpatizantes del Presidente Donald Trump se tomaran por la fuerza el Capitolio de los Estados Unidos y Facebook, Instagram y Twitter inicialmente eliminaran e impidieran comentar y difundir publicaciones del hasta el 20 de enero huésped de la Casa Blanca, para luego bloquear sus cuentas, por, según Mark Zuckerberg, “incitar la insurrección violenta contra un gobierno elegido democráticamente” (la traducción es mía) -llevándonos a preguntarnos quién es, en realidad, el hombre más poderoso del planeta-, la preocupación por el abuso y la supresión de la libertad de expresión sigue vigente. Se trata de un reto enorme porque el internet y las redes sociales han dado a los individuos el poder de difundir su pensamiento amplia y velozmente, incluso comunicados que trascienden el humor negro y el lenguaje provocador para llegar al discurso incendiario y de odio, los insultos sistemáticos y las noticias falsas; mensajes virulentos con verdadero poder destructor.

La situación en Colombia, como en otras partes del planeta, no dista mucho de lo ocurrido al norte del continente. Sin ir más atrás y sin que la lista sea completa, luego de lo sucedido en Washington en la víspera de la posesión del Presidente Joe Biden, que produjo la muerte de cuatro personas y un policía y heridas a 52 uniformados, una tormenta política que incluye un impeachment y el sabotaje comercial a Parler, la red en que se refugiaron innumerables trumpistas, el senador Alexander López engañó a muchos ciudadanos difundiendo un gráfico mentiroso según el cual el Gobierno colombiano habría comprado cada unidad de la vacuna de AstraZeneca contra la COVID-19 a veintiún dólares; el concejal de Medellín Alex Flórez afirmó, en respuesta a la molestia ciudadana por el toque de queda que rigió el fin de semana y que fue anunciado súbita e intempestivamente por el alcalde Daniel Quintero al final de la mañana del viernes pasado, que “[a] los uribistas […] lo [sic] que no les parece [sic] grave [sic] son las muertes”, y que “[s]er uribista representa evidentemente una serie de limitaciones, como respetar la vida”; y, con fusil al hombro, los líderes de la disidencia de FARC denominada Segunda Marquetalia exhortaron a formar una coalición para derrotar al uribismo y manifestaron su respaldo a la inconstitucional propuesta de revocatoria del mandato del Presidente Duque capitaneada por el senador Roy Barreras. Todo esto pasó en la red de Jack Dorsey, que solo actuó, por petición de la Policía Nacional, suspendiendo las cuentas de Iván Márquez, Jesús Santrich y Segunda Marquetalia por incumplir “las reglas de Twitter”.

La autorregulación es valiosa. Es cierto que las gigantes de las redes sociales son corporaciones privadas que prestan un servicio gratuito, pero, en tanto se deben a la democracia y ya han servido de vehículos de palabras que pueden desencadenar acciones turbulentas, tienen la enorme responsabilidad social de impedir o combatir su propalación y el deber de preservar, siempre y en toda circunstancia y no táctica y estratégicamente por malquerencia o afinidad política, la democracia, el peor sistema de gobierno, con excepción de todos los demás, como ironizó Winston Churchill. De manera que las mismas compañías controlen algunos de los contenidos difundidos por sus usuarios, tanto personas como organizaciones, para combatir el discurso de odio y la propaganda política que desemboca en la brutalidad es saludable.

Sin embargo, los principales estándares para limitar la manifestación del pensamiento son, más que las reglas de empresas que persiguen el lucro, las normas constitucionales y de derechos humanos que garantizan el pluralismo, la tolerancia y la convivencia pacífica. Y, antes que el mercado, el Estado tiene la obligación mayor. En efecto, las restricciones a la libertad de expresión deben ser vigiladas y decididas fundamentalmente por autoridades públicas conformadas en procesos democráticos y cuando resulte necesario, proporcional e idóneo para, en términos del filósofo político John Rawls, proteger el derecho de cada persona al más amplio sistema total de libertades básicas que sea compatible con un sistema de libertad para todos.

Esperando, quizás ingenuamente, que llegue el momento en que la cordura y la conversación civilizada encuentren terreno fértil para que se imponga un debate político caracterizado por la discusión informada de hechos, los encuentros y desencuentros de argumentos fundamentados y la confrontación auténtica de tesis para sustituir la actual gritería de sordos que antepone la creencia a la realidad, mantengamos la guardia. Nuestra inquietud por la libre expresión debe incluir, como lo he planteado antes en esta misma columna y debe ser en una sociedad abierta, una amplia, incluyente y objetiva conversación sobre si es necesaria o no más regulación o si, al contrario, el reto es implementar cabalmente la legislación existente, la cual incluye la sanción penal de la injuria, la calumnia, el hostigamiento y la incitación al odio.

Las palabras preceden a las balas, y éstas son el medio y la antesala del silenciamiento de la disidencia. De modo que no es poco sino mucho lo que está en juego: impedir que la sociedad se deje seducir por quienes, a través de las pantallas, despiertan o azuzan la rabia y el resentimiento, inoculan como un veneno el desprecio por el que piensa diferente, siembran o explotan el miedo.

Nota. Aunque los trinos del concejal Flórez revelaron su desprecio por las millones de personas que nos identificamos con el liberalismo democrático de Álvaro Uribe y su disposición y presteza para macartizarnos convirtiéndonos en enemigos internos (y luego nos llaman “fascistas”), rechazo cualquier amenaza o atentado contra su integridad o la de su familia. A pesar de lo que él piensa, nos importan sus vidas y demás derechos y libertades.

Miguel Ángel González Ocampo

Abogado del Servicio Exterior de Colombia - diplomático de carrera.

Mis opiniones no comprometen a entidades públicas o privadas.

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