Las palabras y sus propósitos

Las primeras líneas de Las revoluciones inconclusas en América Latina (1809-1968) de Orlando Fals Borda, publicada a finales de los sesenta del siglo pasado, son luz para comprender con claridad la lucha por los conceptos que hoy caracteriza la política colombiana. Escribió el pensador barranquillero: “[e]l mundo de las palabras encierra cosas insospechadas […] Muchas veces los términos señalan contrastes profundos -lo negro, lo blanco-, y como la tradición es fuerte, esos contrastes primarios se trasladan al campo de lo moral. Aparecen entonces vocablos que tienen que ver con ‘lo bueno’ y ‘lo malo’, ‘lo apropiado’ y ‘lo condenable’ […]”. Y a veces es inevitable no tener sospechas acerca de las cosas que encierran los términos usados en el pugnaz debate nacional, porque los términos que se emplean no solo reflejan o distorsionan una realidad; también pueden crearla, al menos en el imaginario de la gente.

Llamar a nuestro sistema político “opresor”, sugerir que el Gobierno colombiano es una “tiranía” y que el Presidente actúa como un “dictador”, hacer caricaturas del expresidente Álvaro Uribe y el actual Ministro de Defensa Nacional con la imagen de Adolf Hitler y decir que el Ejército es un “ejército de ocupación” y que la Fuerza Pública está “contra el pueblo” no parecen ser interpretaciones o juicios inocentes acerca de unos hechos. Estas son mentiras que se desploman ante la tozudez de la evidencia pero que sirven para atizar odios y ganar réditos políticos: para algunos no importa la verdad sino la emoción que causa un mensaje efectista.

Lo más preocupante es que estas patrañas y consignas, sin mencionar los insultos y vulgaridades que revelan la precariedad de los argumentos, han informado a algunos de los manifestantes que han participado en las marchas y protestas contra el Gobierno de Iván Duque desde sus primeros días, algunas de las cuales, es ya un hecho notorio, han terminado en violencia y vandalismo y en acusaciones contra la Policía Nacional. Desde luego, la libre expresión y el disenso, incluso mediante la protesta pacífica y pública, tienen que ser protegidos. Colombia no merecería llamarse Democracia si estas garantías del civismo político no existieran o fueran cercenadas.

Pero que la nación encare dificultades y que el sistema político pueda mejorar no significan que Colombia sea un régimen no democrático cuyo gobierno lidera una campaña de violación de los derechos humanos contra su propia población. La verdad es diferente. Nuestro país enfrenta innumerables retos y estamos lejos de ser una sociedad perfecta. La derrota de la pobreza y la violencia, el imperativo del crecimiento económico generador de riqueza y puestos de trabajo, el deber de proteger nuestras flora y fauna, la obligación de adaptarnos al cambio climático y modificar la matriz energética, la urgencia de extender y mejorar la educación y la salud, la necesidad de avanzar en infraestructura, son desafíos innegables. Pero Colombia, como bien lo documenta el también barranquillero Eduardo Posada-Carbó en La nación soñada, ha mantenido virtudes democráticas que le permitieron ser una excepción cuando América Latina era la tierra del golpe de Estado.

Esto no implica ignorar o mantener las cosas que no son motivo de orgullo. Cualquier irregularidad que comprometa a las instituciones o funcionarios públicos tiene que ser denunciada, juzgada y, si corresponde, sancionada. No obstante, nuestra obligación ciudadana de identificar qué es verdadero y qué es falso no puede ser inferior que nuestra molestia. Porque está en juego la credibilidad de la autoridad del Estado, garante de nuestras libertades, no podemos permitirnos caer en las trampas de las campañas de desprestigio que buscan allanar el camino para proyectos realmente autoritarios que anulan la libertad, el pensamiento independiente y las posibilidades verdaderas de progreso mediante la estigmatización del contradictor y el discurso moralizante que camufla pasados turbios.

Esto también conlleva, en lugar de aceptar irreflexivamente acusaciones temerarias como si fueran conclusiones objetivas, como que el Presidente está al servicio de los ricos y desprecia la paz, reconocer con humildad que Iván Duque ganó en franca lid unas elecciones limpias a partir del programa que presentó a los colombianos como candidato, y que la suya es una administración a la que le correspondió enfrentar la crisis de salud más difícil de la que se tenga noticia en época reciente en un país que ha sufrido como ningún otro por la violencia asociada al narcotráfico. Quizás esto permitiría admitir que su gobierno ha desplegado una ambiciosa agenda social, su verdadero paquetazo, a pesar de las dificultades económicas generadas por la pandemia del COVID-19. De lo contrario, si nuestra respuesta al proselitismo inmoral es la pasividad o la indiferencia, llegarán al poder quienes sueñan con terminar supuestas revoluciones pendientes.

 

Miguel Ángel González Ocampo

Abogado del Servicio Exterior de Colombia - diplomático de carrera.

Mis opiniones no comprometen a entidades públicas o privadas.

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