El parque, las palomas y la maltrecha paz

¿Quién pudo hacer algo tan estúpido y criminal? Cuando la gente de bien lo hace casi nunca se sabe. Ya van a hacer treinta años y no se sabe.


Era la noche del sábado 10 de junio de 1995 en el parque de San Antonio de Medellín. Rogelio se apuraba para terminar de freír una tanda más de palitos de queso que se habían vendido bien durante todo el día gracias al encuentro festivo de una colonia chocoana en Medellín.

Mientras daba vueltas sobre el aceite hirviente a los almidonados bocadillos, pensaba en el regreso a casa en la comuna 1. El último bus salía a las 10 y no se podía dar el lujo de volverse a ir en taxi porque le saldría tan costoso que una buena parte de las ganancias del día se irían en ese lujo. De otro lado estaba con su hija Alejandra que hacía algunos días había cumplido 14 y lo estuvo acosando durante todo el día para que le diera el regalo. “Se lo merece” pensó, “el lunes se lo compro”. A unos diez metros se encontraba su compadre Pacho en el puesto de chuzos. A él, aunque vivía abajo, en el Playón de los Comuneros, le podría proponer que compartieran el taxi de regreso hasta cierta parte y así saldría mucho más barato.

El día había estado muy movido a pesar del aguacero de la tarde que lo obligó a refugiarse debajo del inmenso techo de lata en el costado oriental del parque. ¿Parque? Eso más parecía un helipuerto o una cancha gigante de fútbol, pero con adoquines. En ese momento eran las 7:30 de la noche y la música vallenata hacía arremolinar el gentío en el centro de la explanada. Recuerda que miró a su hija de soslayo para comprobar que aún estaba allí, jugando con su muñeca, pero fue todo. De repente hubo como un relámpago. Una ola de aire como un muro de piedra lo golpeó y en el mismo instante perdió el conocimiento.

La cara por el lado izquierdo comenzó a dolerle. El piso de adoquines tenía unas salientes rugosas que le laceraban el cachete por lo que intentó levantarse sin lograrlo. Se preguntó por qué estaba ahí tirado y abrió los ojos. Con el horizonte volcado entrevió el caos. Una espesa humareda lo cubría todo, pero como entre nubes de hollín reconoció el anuncio del negocio de don Adolfo. De inmediato recordó el golpe y el ruido, pero sobre todo quiso saber de su hija. Trató de levantarse pero el cuerpo no obedecía. Hizo un esfuerzo desesperado y todo volvió a oscurecerse. Había perdido el conocimiento de nuevo.

Un rato después despertó en la ambulancia. Ante su desespero el médico que lo atendía le confirmó que su hija había muerto en el atentado. ¿Atentado? Pero cómo, si allí no había sino gente pobre como él. El Pájaro, que así llamaba Fernando Botero a su obra y que el pueblo conocía como La paloma de la paz, había volado cuando estalló un huevo de 10 kilos de dinamita puestos debajo de la cola, lo que ayudó a que una buena parte del bronce saliera disparado como metralla, arreciando la matazón de más de veinte personas y doscientos heridos. ¿Quién pudo hacer algo tan estúpido y criminal? Cuando la gente de bien lo hace casi nunca se sabe. Ya van a hacer treinta años y no se sabe.

Es febrero de 2023, una marcha de gentes de bien avanza sobre la avenida Oriental a un costado del parque de San Antonio. La agujereada Paloma de la paz permanece como memorial de lo que no debió nunca ocurrir. En esta ocasión otra paloma, esta vez de icopor y pasta, algo ingenua y bobalicona con rodachines que permiten ser empujada para arriba y para abajo, presencia el paso de la marcha. De repente se produce un tumulto. La paloma es derribada. Yace rota debajo de las patadas, escupitajos y arengas de odio de algunos marchantes. ¿Quién fue? No se sabe, cuando se trata de esa gente nunca se sabe.


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Andrés Arredondo Restrepo

Antropólogo y Mg. Buscando alquimias entre Memoria, Paz y Derechos Humanos.

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