El hijo del maestro

«Neocles, ateniense y colono de Samos, vivía de “profesión connotada por un bajo nivel social y una cierta ramplonería de oficio”: era maestro de escuela»


 Carlos García Gual, en la introducción (y traducción) de Sobre la felicidad —un librito que, para Carlos Gaviria, sería un clásico—, constituido por una carta a Meneceo, fragmentos y testimonios escogidos —«Vive oculto»—, máximas capitales, el Gnomologio vaticano —«Para la mayor parte de los hombres la inactividad es torpeza; locura»— y una consideración acerca del sabio, aborda la época, la patria y la condición social de Epicuro de Samos (a fin de evitar la inexistente independencia del pensamiento con respecto a la historia) y, por lo tanto, la vida de su padre.

Neocles, ateniense y colono de Samos, vivía de «profesión connotada por un bajo nivel social y una cierta ramplonería de oficio»: era maestro de escuela. Este trabajo le sirvió a Timón el Silógrafo para insultar a su hijo: «el último de los físicos y el más desvergonzado, el hijo del maestro de escuela, que vino de Samos, el más ineducado de los animales». (Cabe resaltar la extravagancia de los griegos para las ofensas: Nausífanes de Teos, maestro de Epicuro durante una década —de los veinte a los treinta—, le mereció los calificativos de «molusco», «prostituta», «bribón» y «analfabeto»).

El imaginario social de ese entonces dista poco del presente: el mal salario, las múltiples tareas a responder y los miles de ojos encima (ya por la calidad de la enseñanza, ya por la facultad para enseñar, ya por lo administrativo, ya por los padres y sus quejas, ya por un borrador menos que tiene el niño en sus útiles y se debe reponer —y debe evitar que se repita—, ya por la fortaleza emocional, ya por el «sabio» de clase que, sin leerse la biblioteca de su papá, actúa como si la hubiera escrito) dan a entender la ternura con que se trata a la docencia, el tono de lástima que recibe el hijo al contar a la cena su decisión: «¡Ay!»… En las cátedras, más adelante, el pesar deviene en sindicato y en flores —de papel— reivindicativas que exaltan la tarea de instruir la clase…

Y como el papel se moja y se tira a la basura, y los compañeros de maquinalizan —ejerciendo o no los cinco años de estudio y práctica—, el último refugio es esa palabra regalo de la tendencia religiosa: la vocación. Es decir, exige más de lo que un trabajo normal: las horitas que se suman a las pagas van de cuenta del finado; pero no es tan grave: se le tendrá en cuenta en las premiaciones, en su biografía —si hay biógrafos que se interesen—, en los libros de formación docente, apartado paradigma actual —¿eterno?— de profesor, en la película que inspiró su libro y en el estudiante que se antojó del magisterio por su culpa.

Otro sosiego es criar a un hijo filósofo, que insulte a su maestro y que sea maestro y rector, en su propia escuela, de sus discípulos (y que le pida, a uno de tantos, «un tarrito de queso, para que pueda darme un festín de lujo cuando quiera»); o que se vaya a otro país, domine su idioma, gane más que sus viejos colegas y les exhorte a irse o a morir en la decadencia, viendo las arrugas de la misma coordinadora, del mismo celador, y recibiendo regaños de los inacabables alumnos y de sus familias.

Horquilla. Alguien, harto de las lluvias, y buscándoles un porqué, dijo que se debían a la cantidad de venezolanos, o sea, un castigo divino por su abundancia. A Dios —no ya al de Mainländer (que no es) ni al de Epicuro (invariable, ¡qué suerte!, a los problemas mortales: «Si dios prestara oídos a las súplicas de los hombres, pronto todos los hombres perecerían porque de continuo piden muchos males los unos contra los otros»)—, conforme a lo que piensa esta persona, le dio por llover sin tregua, desbordar los ríos y llevarse a la gente, para escarmentar a los extranjeros en su territorio… El hecho de que sea suyo, que lo habitara, nada o poco le dice. Trato de no excederme en versículos (puedo caer en mal interpretaciones), pero Santiago 3:6 disciplina (sin regla, nota ni llamado de acudientes) esa idea: «Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno».

Alejandro Zapata Espinosa

Estudiante de Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana del Tecnológico de Antioquia.

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