El génesis de un amante literario

“Al terminar la conversación ese día le pedí que me recomendara un texto, el favorito, así al leer el libro podría estarla leyendo a ella y dando lugar a esa existencia, insisto, que solo la literatura hace posible”

Las palabras son tan caprichosas como deseen serlo y, peor aún, si el cómplice de sus caprichos es la mente de quien quiere ponerlas sobre el papel. Llevo semanas buscando avanzar en la escritura de un texto que debe mostrar la complejidad de producir el séptimo arte en medio de la censura gestada en Argentina a manos de la dictadura; sin embargo, para mi desdicha o dicha, mi ventura o desventura, las palabras se me muestran reacias y desdeñosas, negándose a ser organizadas para transmitir un mensaje que se cree claro.

A pesar de que se acerca al centenar la cantidad de producciones académicas y cinematográficas que se han sometido al juicio de mi resaltador o a las fichas de análisis documental que utilizo para las producciones audiovisuales, la cantidad de palabras mecanografiadas aún no corresponden, por lo menos, a una cifra de dos dígitos, dejando, de forma totalmente visible, el motín que las palabras organizaron contra mí.

Para dar contexto, la crisis mediática que nos atañe ha hecho que los recuerdos, historias y momentos, se muestren con determinación y contundencia en esos espacios en los que el silencio, otorgado por el callar de los antros y bares de esquina, galopa con total vehemencia, embriagándonos con toda intención de eventos que ya acaecieron y que no están. Uno de esos sucesos, precisamente, es el causante de que las palabras no caigan para dar avance a mi artículo, pero que sí den sentido a este relato.

Me encontraba analizando el largometraje Señora de nadie, un film de Luisa Benberg del año 81 cuya historia se desarrolla en el marco de la reivindicación feminista de los años 70 y 80, cuando una escena en la que se enfocan unos libros me trasladó a pensar, casi de manera inconexa, la forma en que me vi inmiscuido en el mágico mundo de las letras. Se trata entonces de eventos de cinco años atrás cuando cursaba décimo grado y cuya responsable de que los libros formaran parte de mi cotidianidad fue una niña que para ese año era la causante de mis suspiros y fantasías. Laura, era en aquel entonces una lectora empedernida que devoraba libros, recuerdo, con tanta avidez que me asombraba, y así me lo dejó saber, sin intención alguna, en unas cuantas pláticas con sus amigas en las que logré colarme o asistía como espectador por pura coincidencia. No es mi intención formalizar descripciones que incrementen y evoquen una sensación del pasado, pero resulta suficiente con decir que era muy linda, o es, puesto que la última vez que la vi seguía tan atractiva y lectora, como preciso, ha de serlo siempre. Finalmente, mi pensar estaba dirigido en aquel momento, a buscar la manera para hacerme visible ante ella y la respuesta se me presentaba en formas de novelas, de libros, de páginas, de autores y de historias que podía abordar con el fin de que, en un tiempo no lejano, pudiera existir junto a ella en un encuentro íntimo como solo la literatura, habría de comprenderlo después, lo hace posible.

Así pues, tuve mi primer amor y ahora mi odio más grande, Paulo Coelho. En alguna ocasión, en una visita a una librería cercana al colegio en el que estudiábamos, la escuché comentar que le había gustado un libro de él, el título no lo recuerdo bien dado que no conocía absolutamente nada de libros. El punto fue que recordaba con total precisión el nombre del escritor porque lo había oído infinidad de veces en boca de la profesora de lengua castellana. De esta forma, a manos de una amiga, logré hacerme con el título Verónica decide morir. Por supuesto, creo que no hubo mejor forma de empezar a amar la lectura, porque no imagino haberla escuchado pronunciar un título de James Joyce, de Cortázar, o del mismo García Márquez, que sin lugar a dudas me habrían espantado con tan solo leer una línea llena de palabras que solo hasta ese instante habría sido consciente de su existencia, y hubiera ocasionado que me negara a  la posibilidad de iniciar en la literatura y de posteriormente amar con tanto fervor a los mismos personajes que hoy llenan mis literas y cualquier recoveco de mi habitación.

Infortunadamente con Laura nunca sucedió nada, también porque terminé ennoviado durante unos cuantos meses con una de sus mejores amigas; sin embargo, los libros figuraron como máximos dadores de sentido a mi existencia y así fueron pasando por mis manos libros de Stephen King, en quien descubrí mi gusto culposo por las novelas policíacas y de horror tan criticadas, pero amadas por mí en silencio ante las tertulias académicas, que se vale aclarar, aborrezco de una manera impresionante por estar tan llena de sofistas que solo saben reproducir de memoria frases bonitas de algún texto que seguramente leyeron a medias, mientras la completan con una postura de intelectuales que, debo decir, solo los hace lucir ridículos. Pero también llegaron a mi mano corrientes literarias como la generación perdida, en los cuales títulos como Adiós a las armas o El gran Gatsby, me conmovieron de una forma increíble que hasta el momento conservo en mí como una experiencia única. También disfruté casi que de forma frenética Las intermitencias de la muerte de Saramago, y así, un sinfín de libros que por mis manos han pasado, y deseo sigan pasando, me han no sólo dotado de historias únicas e irrepetibles, sino que han dictaminado la construcción de lo que hoy soy.

Hace unos cuantos meses hablé con ella. Me había contactado para preguntarme algo sobre un libro, Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez. La conversación se alargó más allá del asunto puntual y terminé confesándole lo que ahora escribo y que nunca antes le había hecho saber a nadie. Al terminar la conversación ese día le pedí que me recomendara un texto, el favorito, así al leer el libro podría estarla leyendo a ella y dando lugar a esa existencia, insisto, que solo la literatura hace posible. Me dijo que era El forastero misterioso, de Mark Twain, y efectivamente, ante la imposibilidad de hacerme con el libro en físico, me resolví leerlo por medios digitales con traducciones y transcripciones perversas que entorpecieron mi lectura, pero gozando del placer cómico y profundo que yace en el libro, y siendo a su vez, un ser distinto en cuanto me imaginaba qué fragmentos podrían haberla hecho detener, tratando de existir ahí junto a ella, en otro tiempo, en el mismo lugar: la literatura.

Andres Esteban Pava Duran

Por una cuestión de azares nací en las riberas del río Magdalena en un municipio llamado Barrancabermeja ubicado en el departamento de Santander, pero por el ajetreo de la vida hoy vivo en Medellín donde me encuentro estudiando Historia en la Universidad Nacional de Colombia. De forma independiente me desempeño en las laboras que más admiro, que son escribir y enseñar.

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