El final social de la pandemia: Se avecina el tiempo de una nueva contracultura

No olvidemos que en medio de todo este puritanismo sanitario, hoy día obligan a jóvenes en sus veintes y treintas a portar aplicaciones con certificado vacunal a la vez que prescinden del trabajo de visitar barrios y fincas en zonas rurales ofreciendo la vacuna. Prefieren convertir a esta gran herramienta médica en fortín político e ideológico, casi como un instrumento para el bautismo laico”.


Los hippies, beats y psiconáutas—quienes no le temían a la autoridad cuando se trataba de defender los derechos civiles y escuchaban rock n’ roll con varias micras de ácido lisérgico en su sangre en medio de festivales masivos como Woodstock—se han esfumado. Esos tiempos en los que Santana aparecía en medio de un trance psicodélico tocando Soul Sacrifice y Jimi Hendrix afinaba su guitarra mientras tocaba un distorsionado Star-Spangled Banner para rescatar a la nación de las manos de los fanáticos de la guerra y sus fantasías de invasiones foráneas, han desaparecido. Se han ido junto con esa época en la que no teníamos al mundo entero en la palma de nuestras manos a la velocidad de un par de clics, de posts, de tweets.

Aquellos individuos que evocaban el espíritu solitario y aventurero de Thoreau—ese hombre que tenía la razón más que su vecino y constituía una mayoría de uno—no resisten la tentación de las mayorías. Esos que salían rajados por las carreteras a la manera del Roadhouse Blues de Jim Morrison a varias millas por hora en sus carros destartalados (o quizás al ritmo del Hit The Road de Ray Charles), no son más que un vago recuerdo que subsiste en las aceras con libros piratas y en los videos sin copyright que se divulgan en YouTube. Del mismo modo poco podemos hacer para reivindicar a esa generación que además de andar en la carretera—On The Road—vagabundeaba entre fronteras y vagones de trenes en busca del dharma como el que nunca alcanzó a asir Kerouac ni ninguno de los de la Generación Beat, como sí lo hizo Siddhartha con una simple sonrisa en el rostro.

Se avecina entonces el tiempo de una nueva contracultura, pues ya perecieron hasta los profetas que le cantaban a un futuro relativista en el que nada se puede medir, en el que “The blizzard of the world/ Has crossed the threshold /And it’s overturned / The order of the soul” como lo hacía Leonard Cohen con sombrero bien puesto y el micrófono en mano. Todo indica que al haber sobrepasado el umbral de la historia y el progreso, ese threshhold del que hablaba el filósofo y sacerdote Iván Illich en los setenta al referirse a las instituciones (la sociedad que debe ser desescolarizada y la medicina que fácilmente puede tornarse iatrogénica), nos vemos incapaces de operar con mayor espontaneidad, sin pretensión alguna, rindiéndole cuentas a la academia, a los expertos y a la ciencia como dogma. Todo esto mientras nos mostramos resilientes, empoderados e inclusivos—siendo en realidad nada más que políticamente correctos y arrodillados ante la tecnocracia que ha trascendido el umbral del progreso para volverse contraproducente, como también lo advirtió Ivan Illich.

Por eso hoy veamos a estos íconos ya envejecidos abogando por coartar los derechos civiles. Siendo este el caso de Noam Chomsky, quien luego de décadas de obra dedicada a hablar del consenso manufacturado, aparece reclamando la exclusión de minorías enteras de la población por no estar vacunados y exigiendo que se remuevan a sí mismos de la sociedad. No titubea al dejarse llevar por el cardumen y los medios que insisten en que estos individuos son un peligro para la sociedad normalizada, percibiéndolos cual degenerados y viciados, incapaces de ajustarse a la norma.

Es así como en lugar de abogar por la educación gratuita y universal y la salud como un derecho mas no como un mandato, el progresismo flirtea con el biopoder. Sus representantes ruegan por el cierre de escuelas y universidades para que en su lugar el estado se encargue de enviarnos tapabocas N95 por correo a casa para cubrir rostros y expresiones, como lo solicita Bernie Sanders, líder del progresismo estadounidense. Por tal razón estos íconos envejecidos—sus cuerpos trajinados luego de décadas de una contracultura que hoy día hace de la utopía una distopía biopolítica—no lo pensarán dos veces en dejar sin empleo a madres cabeza de familia que trabajan en restaurantes, peluquerías y negocios propios al solicitar el cierre de establecimientos. Lo permitirán en aras de disminuir los casos, casi como haciendo la danza de lluvia para así preservar su propia vida, abandonando a estas mujeres a su suerte mientras sus hijos pretendan aprender una que otra lección en línea cual servicio de chat y streaming.

Estos íconos independientes y progresistas sacan decretos de la manga para que, de la manera más inclusiva, tengamos que salir por turnos—mujeres un día, hombres el otro—y así cumplir con el decreto de pico y género como el que logró imponer la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, en 2020. No olvidemos que en medio de todo este puritanismo sanitario, hoy día obligan a jóvenes en sus veintes y treintas a portar aplicaciones con certificado vacunal a la vez que prescinden del trabajo de visitar barrios y fincas en zonas rurales ofreciendo la vacuna. Prefieren convertir a esta gran herramienta médica en fortín político e ideológico, casi como un instrumento para el bautismo laico. En otras palabras, nos imponen mandatos y decretos antes que brindarnos recursos e información con transparencia.

Es por ende que vemos a intelectuales como Carolina Sanín—bien letrada en La Ilíada, en la que la peste anuncia la guerra que se avecina entre aqueos y troyanos— hoy pretender hacer de la enfermedad contagiosa una bandera de la superioridad moral, como aparece en su trino en el que le ordena a los empleados de una droguería que tragaban y se chupaban los dedos sin tapabocas a que se lo pongan. Claro está, individuos como Sanín no tendrán inconveniente alguno en ingresar a un restaurante donde además de enseñar el carné vacunal en la entrada harán su orden a través de un menú con QR desde su smartphone y se sentarán a charlar con los de su misma casta intelectual sobre el devenir de la nación mientras comen con rostros desnudos pero plenos de virtud. Y, el mesero, representante de la clase trabajadora enmascarada, habrá de atenderlos a una distancia prudente y con un N95 bien ajustado al rostro.

Es entonces que nuestro Zeitgeist de la pureza sanitaria—querámoslo o no—a todos no envuelve en una maraña de decretos y protocolos para evitar que el abyecto, el poluto e indisciplinado, el no-vacunado, respire el mismo aire que el de aquellos a su alrededor y termine contagiando de impudor y malas costumbres a la comunidad entera. Por lo tanto, no resta más que, en palabras de Martin Luther King Jr., apelar a la tensión, a “un tipo de tensión constructiva, no violenta, que resulta imprescindible para el desarrollo”, como lo explica en su Carta desde la cárcel de Birmingham escrita en 1963, en la que nos recuerda que “la segregación distorsiona el alma y daña la personalidad”, pues estas leyes segregacionistas de la época, como las de hoy día bajo el clamor de la ciencia, “ proporciona[ban] a los segregadores una falsa sensación de superioridad, de la misma manera que proporciona[ban] una falsa sensación de inferioridad a los segregados”. Surge así el deber—en especial por parte de nosotros, los ya-vacunados—de proteger a esta minoría.

Es entonces que se avecina una nueva contracultura, una que venga acompañada de su propia música, su propia literatura y prensa, pero también de su propio arte, ojalá contestatario y callejero, como se divulga en los alrededores de la Universidad de la Florida, donde aparecen grafitis con los mensajes “No mask” y “Covid1984”, anunciando una ruptura con el aparato bio-médico de vigilancia que nos relega a la simple condición biológica, cuya vida debe ser protegida a toda costa—aun en cuanto esto implique la desintegración del colectivo. Así también se vislumbra en las manifestaciones alrededor del mundo, en las que se exige que no se convierta esta o demás intervenciones médicas en excusa para despedir y aplastar a la clase trabajadora; entre estas manifestaciones, las de los trabajadores de la salud en Inglaterra y la de la larga flota de camioneros en Canadá que al estar compuestos por individuos sin títulos universitarios, conocimiento científico y rednecks incultos, se les señala de fascistas.

Juan Manuel Martínez

Actualmente estoy cursando el Ph.D. en Español con énfasis en literatura en la Universidad de La Florida donde me desempeño como docente de español. Soy egresado de la Maestría en Estudios Avanzados de Literatura Española y Latinoamericana de La Universidad Internacional de La Rioja y de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia.

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