El espejo

“Iba a escribir sobre la difícil situación que enfrenta el sistema de salud de los maestros, pero es más de lo mismo y, francamente, no me salió nada. Nada de lo que quería expresar. Como siempre he dicho, no escribo lo que quiero, sino lo que puedo. Así que me senté y lo que surgió fue el siguiente cuento. Solo espero no decepcionarlos y que lo disfruten”.


Sé que esta es una columna de opinión y que mi compromiso con ustedes es precisamente eso: opinar sobre la realidad que vive el país desde mis convicciones y mi punto de vista. Sin embargo, son tantas las cosas de las que hay que hablar y tantos los que están hablando de ello que, sinceramente, ya no sé qué decir. La frustración y la desesperanza por cómo van las cosas es lo único que siento por ahora. Ojalá el rumbo se reoriente y todas aquellas cosas que anhelamos los que votamos por un cambio se hagan realidad.

Iba a escribir sobre la difícil situación que enfrenta el sistema de salud de los maestros, pero es más de lo mismo y, francamente, no me salió nada. Nada de lo que quería expresar. Como siempre he dicho, no escribo lo que quiero, sino lo que puedo. Así que me senté y lo que surgió fue el siguiente cuento. Solo espero no decepcionarlos y que lo disfruten.

EL ESPEJO

Les voy a contar algo que vi anoche en el espejo. Bueno, para ser más precisa, no fue solo algo que vi, sino también algo que escuché desde el otro lado de aquel viejo espejo que mi madre me regaló el día de mi boda y que su madre, del mismo modo, le había regalado a ella el día de su boda bajo el poderoso argumento de una tradición que, conmigo, ya lleva cinco generaciones nupciales. Es preciso decir, por obvio que parezca, que se trata de un espejo anticuado de cristal de roca que con los años ha adquirido el color vetusto de aquello que está destinado a fenecer; enmarcado en moldura negra con volutas de un estilo de antaño que se podría ubicar fácilmente en la segunda mitad del siglo XIX. Cuando lo heredé sabía que estaba lejos de compaginar con el estilo de mi casa, con el color de las paredes y con los muebles modernos. Se me antojó que el único lugar adecuado para esta reliquia familiar era la única pared desprovista de libros de la biblioteca, que por cierto, contiene otra herencia de mi tatarabuela Leonor. Un libro igual de viejo que el espejo, pero que extrañamente tiene las páginas totalmente en blanco, a excepción de una pequeña nota escrita a mano con una caligrafía impecable. Pero, por extraño que parezca, aquella nota no estaba cuando lo recibí, de eso estoy absolutamente segura. Apareció de la nada la noche en que escuché por primera vez la voz en el espejo. Fue como un susurro, algo casi inaudible lo que llamó mi atención la primera vez que ocurrió. Había terminado de organizar los libros de la biblioteca y había dejado para el final la tarea de colgar el espejo en el centro de la pared. Lo hice con cuidado para evitar que cayera pero, por algún motivo, por más que lo alineaba no lograba dejarlo en la posición correcta. Cada vez que lo acomodaba quedaba inclinado para un lado o para el otro. Después de varios intentos de acomodarlo perdí la paciencia y se me escapó una maldición en voz alta. En un último intento logré dejarlo en perfecta alineación horizontal. Fue en ese momento cuando lo escuché. Aunque ahora que caigo en la cuenta no fue realmente un susurro, fue más bien un quejido o una especie de maldición de otra época. Mientras miraba el reflejo frente a mí presté atención para tratar de entender aquel quejido, entonces algo extraño ocurrió. La imagen a mi espalda, es decir, la biblioteca que acababa de organizar, estaba inclinada a un lado, de modo que todos los libros se desorganizaron. Solté el espejo y me di la vuelta. Efectivamente, todos los libros estaban desorganizados hacia un lado, como si alguien hubiese girado la biblioteca, la misma imagen que vi cuando logré acomodar el espejo. Ya no sé si lo que digo es posible, pero fue así como ocurrió. El libro de Leonor estaba en el suelo. No recuerdo haberlo dejado en un sitio donde se pudiera caer fácilmente, de hecho, lo había dejado apretujado entre otros libros. Lo tomé del suelo y volví a organizar la biblioteca. Fue allí cuando me di cuenta de la nota en el libro de Leonor. Estoy segura de que antes no estaba esa nota, en su momento me pareció muy extraño que un libro en blanco fuese un regalo, más aún, una herencia; era más parecido a un cuaderno o ¿tal vez sería un diario? Todo es posible ahora que lo pienso. Volví a mirar el espejo y comprobé con horror que nuevamente estaba torcido, esta vez hacia la izquierda. ¡Cómo diablos! pensé en voz alta, ¡acabo de acomodar las cosas y ahora todo se desacomoda! Moví nuevamente el espejo hacia la derecha y escuché, desde la profundidad del cristal de roca, como un eco proveniente desde un abismo insondable, las mismas palabras que acababa de decir: ¡cómo diablos, acabo de acomodar las cosas y ahora todo se desacomoda! No pude evitar la curiosidad. Pensé que alguien había instalado algún dispositivo detrás del cristal y me estaban tomando del pelo, por eso desmonté el espejo y miré al reverso. No había nada extraño, era simplemente un espejo añoso. Volví a ponerlo en su lugar y miré fijamente lo que me mostraba aquel extraño objeto. Y la vi allí, intentando acomodar con desespero aquel espejo rebelde, y detrás de ella los libros de la biblioteca otra vez desordenados y desparramados por el suelo. Todos los libros estaban tirados en el suelo, todos menos uno. El de Leonor. La vi tomar el libro y leer en voz alta el mensaje escrito en él: ¡Devuélvemelo para salir de este laberinto! ¿Estaré alucinando? me cuestioné, pero un impulso me llevó a hacer exactamente lo mismo que Leonor. Caminé por encima del galimatías de libros desparramados por el suelo, lo hice con cuidado para no tropezar; tomé el libro de Leonor, el único que estaba donde lo había dejado, y leí lo que decía aquella caligrafía preciosa. Era exactamente lo mismo que había leído Leonor desde el otro lado del espejo ¡Devuélvemelo para salir de este laberinto! Volví a pasar por encima de los libros y ya frente al espejo la imagen del otro lado hacía lo mismo que hacía yo. Metimos el libro dentro del espejo, con cuidado, ambas asombradas de lo que estaba pasando. Yo iba metiendo el libro poco a poco y conforme lo hacía, el de ella salía. Cuando nos entregamos los libros instintivamente ambas los apretamos en el pecho, como cuando se recibe un regalo muy valioso y anhelado. Nos despedimos dándonos las gracias y volvimos a lo que estábamos haciendo. Ordenando la biblioteca.

P.D. No dude en escribirme sus comentarios a mi cuenta de X @sanderslois

Sanders Lozano Solano

Médico y Cirujano de la Universidad Surcolombiana y abogado de la Universidad Militar Nueva Granada, es Especialista en Gerencia de Servicios de Salud y actualmente es candidato a Magister en Educación. Experto en responsabilidad médica, se ha dedicado en los últimos años a su verdadera pasión: la docencia y la escritura.

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