Dulce engaño

«No se toma en cuenta al otro, indispensable para la victoria, ni se mira a la cara. Es el discurso del candidato el que ocupa los medios y los de a pie, los encamados o los que salen del baño, se secan los dedos y aprietan el omitir anuncio a ver si da antes de tiempo —nunca sucede—, somos quienes recibimos su mensaje»


El mensaje unidireccional de la publicidad política pagada —quizá solo con favores— retoma las dinámicas de imposición al televidente o al que estaba escuchando música y de un momento a otro oye la voz de su preferido o de su enemigo, y la referencia deportiva de Egan o Nairo —referencia que poco o nada dice; es espectáculo, escenificación de apoyo—. El monólogo es inevitable durante segundos y repetido, después del inacabable primero, ya es el colmo. El riesgo de que otro interrumpa, estornude, tosa o incomode al ponente se anula: el receptor se llena de las babas del emisor, quien se detiene porque va a cerrar campaña en.

No se toma en cuenta al otro, indispensable para la victoria, ni se mira a la cara. Es el discurso del candidato el que ocupa los medios y los de a pie, los encamados o los que salen del baño, se secan los dedos y aprietan el omitir anuncio a ver si da antes de tiempo —nunca sucede—, somos quienes recibimos su mensaje. Y por muchos insultos que se profieran él seguirá ahí, campante, pelando las muelas y ocultando las arrugas con mil artimañas —hace rato vi una pancarta de Rodolfo cerca de San Pío en la cual lo apoya un empresario. El viejo no parecía tal. Su rostro ocupa casi todos los tres pisos de apartamentos. «Demás que está achacoso, pero lo sabe esconder», pensé. Y, claro, su voz de cura senil y su señaladera (como en la pancarta) lo confirma.

Goebbels, ministro para la Ilustración Pública y de Propaganda del Tercer Reich, dijo que «Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad». Así pues, si el mensaje se mantiene intacto —por lo menos inmediatamente; ya luego vendrá la ofensiva, los artículos o las pullas en debates y en redes—, sin cuestionamientos ni ceños fruncidos, se puede revolcar en la mentira, ya que no encuentra oposición. Es como el auditorio cuyo exponente infantiliza: descuidará el discurso y dará definiciones exiguas a conceptos profundos; no se agitará por traer a colación otras lenguas para mayor exactitud; soslayará la academia por una conversación de parque.

En consecuencia, además de obviar al público —a los votos—, les miente. Y está a sus anchas para hacerlo (tiene y sabe dónde hacerlo; hay quien se lo haga)… Tomás de Aquino, en la segunda de las cuatro razones por la cual el octavo mandamiento prohíbe mentir, afirma que esta diluye la sociedad: «En efecto, los hombres viven juntos, cosa que no podría ser si entre sí no dijesen la verdad. Dice el Apóstol en Ef. 4, 25: “Despojándoos de la mentira, hable cada uno verdad con su prójimo, porque todos somos miembros unos de otros”». (La tercera trata de la fama, algo afín al pastorcito mentiroso: cuando se abusa de la mentira se pierde la lealtad y nadie está seguro con sus palabras. De todas formas, al lanzar candidatura se cumple esta razón).

De ahí que la bulla politiquera, falaz y omnipresente, se ceba en el libre preparativo de las voluntades. Los partidarios e incluso los ajenos a su cometido se urden bajo la sombra de sus alas: confían en alguien cuya primera piedra es humo, como el ministro de Hitler (extraído de su diario, 23 de enero de 1943):

¡Estalingrado está perdido! A mediodía, almuerzo sólo con el Führer en su refugio. La entrevista comienza con el análisis de la situación militar. Me muestra un resumen sobre la conducta de los italianos, documento que ha sido transmitido al Führer por oficiales del frente; parece casi una llamada de socorro. La información es tan atroz, que el Führer me ordena no divulgar jamás su contenido. Sólo es posible rebelarse ante tanta ligereza, cinismo y cobardía.

¿Cuántas glorificaciones recibían los soldados en batalla, mientras las cabezas grandes tomaban té? ¿Lo supieron, al menos? La política, sus relaciones y sus preocupaciones se fundamentaban en la mentira, una que no aceptaba obstáculos. Se hundieron y hundieron a un régimen. Ellos eran miembros de cada uno, no ya del otro. Homo homini lupus les quedaba corto. Es más, en esa locución se reduce la sociedad que se fundamenta en la mentira. Y lo trágico es que eso sea lo civil, por quienes se deba votar, lo común internacionalmente: la ilusión democrática… Los que detenten el poder estarán hábiles para abrir la boca frente a las cámaras; los que lo sufran, para hacerle frente a la ignominia.

Alejandro Zapata Espinosa

Estudiante de Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana del Tecnológico de Antioquia.

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