De la dulzura: una fenomenología

Foto: Jules Adolphe Breton

Hacer fenomenología, quiere decir, utilizando las palabras de Albert Camus en el Mito de Sísifo que: “pensar es aprender de nuevo a ver, dirigir la propia consciencia, hacer de cada imagen un lugar privilegiado. Dicho de otro modo, la fenomenología se niega a explicar el mundo, quiere ser solamente una descripción de lo vivido”. En este sentido, esto es una fenomenología pues busca describir cómo es vivir la dulzura. 

En ese sentido, este no es un escrito con una descripción definitiva de la vivencia de la dulzura, pues creo que ninguna vivencia puede ser descrita en términos absolutos sino sólo en términos aproximativos y de forma asintótica. Pienso que las más grandes, así como las más importantes “cosas” de la vida y de la historia son preliminarmente irresolubles, pues pertenecen al ámbito del espíritu, es decir, aquellas que pudiendo ser comprendidas, no pueden ser explicados en términos mecánicos. De ahí que piense que cualquier clase de ciencia natural que sea explicada en términos naturales, sea esencialmente, superficial; mientras que, por el contrario, cualquier asunto referido  al espíritu, tiene como nota esencial, la profundidad. 

A éste ámbito de la profundidad, pertenece la lírica. En dónde una vez se “ha abierto el espino, pasa una canción”, como declama Gabriela Mistral en su poema Balada. La poesía canta. Canta versos piratas con Fernando Pessoa, canta a los aconteceres sexualmente diversos de Raúl Gómez Jattin, canta a la decadencia como algunos versos de Baudelaire o de Darío Lemos, a la madre o a la tía Chofi como Sabines o, como no puede ser de otro, sublima al espino, esto es, canta sobre los zurcos abiertos del sufrir y el padecer.  

Sobre estas líricas que subliman la experiencia del dolor, o siendo más estrictos, del sufrir o el padecer (pues, siguiendo a García-Baró, la palabra dolor está reservada al inocente quien en su carne padece la experiencia del mal) hace unas semanas atrás, recorrían por mis ojos las siguientes letras que se hacían palabras, y por el tiempo, se hacían sentido

Los hierros que le abrieron el pecho generoso 

¡más anchas le dejaron las cuencas del amor! 

Estos versos de Gabriela Mistral extraídos de un bellísimo poema titulado Maestra rural del libro Desolación (1922), me invitaban a preguntarme, si existía una alguna relación esencial –en términos fenomenológicos– entre el sufrimiento y el amor para comprender la vivencia de la dulzura. A la inversa: me preguntaba si la dulzura de un espíritu tiene en su estructura los ingredientes del sufrimiento y del amor; o, en términos causales, si la dulzura sólo puede ser originada en una experiencia del sufrir y respondida en el amor. 

Es corriente mezclar diversas esferas de la vida afectiva, pues, siguiendo a Bergson, ninguno de los datos inmediatos de la consciencia son cuantificables, y por ende, si bien burdamente pueden ser clasificados por sus reacciones físicas o químicas, sólo son debidamente delimitadas y comprendidas si se describen en términos de sus notas esenciales, en su apriorismo fundamental. 

Lo primero en indagación y cuestión es tratar de delimitar y determinar la esfera vivencial de la dulzura. Intuyo que como primer nota característica, más que una afección en su sentido propiamente dicho de ser–afectado, aunque aparezca en el curso de la vivencia, es específicamente una actitud fundamental de respuesta frente a una afección muy específica. 

Esta afección es la de estar frente a un padecer. Un verso de Mistral expresaría estupendamente la afección que, a intuición nuestra, es condición previa para la posterior respuesta propiamente dicha: «Los hierros que le abrieron el pecho generoso»  o también en otro poema titulado Al oído de Cristo: «¡Garfios, hierros, zarpas, que sus carnes hiendan!»

Mistral, en el libro ya citado, usa recursivamente varias veces las herramientas de arado para ilustrar muy crudamente el origen de las heridas abiertas en el corazón: éstas que son simbolizadas por la poeta chilena como «llagas» en el cuerpo o «zurcos» abiertos en la tierra por una dureza y tosquedad que bien simboliza el hierro. No hay allí delicadeza; no hay en el padecer ninguna delicadeza, pues cualquier padecer es, por la naturaleza del acontecimiento, violento y trágico. De dónde concluimos que, vivencialmente, la dulzura se va estructurando fenomenológicamente como una respuesta frente a un sufrimiento padecido. 

No hemos dicho propiamente nada de la dulzura, no hemos hecho nada más que enunciar e ilustrar poéticamente la esfera del sufrir y el padecer como ingrediente previo y necesario de la vivencia de la dulzura. Aunque ya estos análisis hayan arrojado una nota característica del sufrir: la violencia de esta experiencia sufriente. No es esta nuestra finalidad, habrá pues tarea para toda una fenomenología del dolor.

Dicho esto, un nuevo verso lírico de Mistral es el pretexto para comprender el origen de lo que consideramos como una vivencia responsiva fundamental ante el sufrimiento como vivencia límite: «¡más anchas le dejaron las cuencas del amor!». 

Los zurcos o las llagas abiertas por los hierros con que el otro ha arado sin cultivar en el corazón, son pues el nuevo cause por donde vertir una nueva forma del amor. Parece que, poéticamente, el padecer desgarra y el amor calma. Es una herida abierta por la violencia y sosegada con el fluir constante del más dulce almíbar del espíritu. 

Siguiendo el orden de la descripción apuntada, la herida o el padecer, sólo puede provenir de el otro: de un sí mismo, de una alteridad, de un rostro que me invita.  Luego, podrán existir padecimientos que no se originan en el otro, y por ende, no configurarán la vivencia fenomenológica de la dulzura. 

Con esto, se llega a dos notas más de la dulzura. Por una parte, principia con un sufrir causado por una alteridad, por otro yo que es responsable de mi sufrir. Y que, propiamente hablando, no es una actitud de respuesta abstracta frente al mundo, sino que en la dulzura se da una respuesta concreta frente a la alteridad hiriente. 

Con esto llegamos a lo que creo, es una nota esencial de la dulzura: esta es una respuesta ante el otro que me desgarra. Pues justamente, es dulzura y bondad la caricia como respuesta ante quien te abofetea y más aún, la responsabilidad amorosa ante quien te destroza. 

Hasta ahora, no hemos expresado el ingrediente esencial de esa respuesta. Sigamos adelante. 

Como vivencia que se vierte en un acto concreto de responder, requiere siempre de una alteridad que reciba la respuesta en la que el herido ahoga en el amor el desgarramiento causado. Como es esencial a todo acto, tiene la nota característica de la temporalidad. Sin embargo, mientras perdure el zurco y mane el amor, la temporalidad instantánea del acto dulce, puede distenderse en el tiempo y hacer que esta perdure. De donde deviene que lo que inicialmente era una respuesta temporal a un desgarrar efectivamente padecido y causado, podrá tornarse en un respuesta duradera y definitiva frente a una herida causada, a condición que las cuencas permanezcan abiertas y cada vez más anchas. Luego, si bien es una vivencia temporal ésta puede distenderse o hacerse aún eterna bajo la condición expuesta. 

Con esto, se clarifica que, por ejemplo, San Juan de la Cruz, hable de una herida de amor o que todo auténtico hombre que haya vivido en Cristo y se haya dejado mirar directamente por Él desde la Cruz, sea habitado por la dulzura. Pues quien seriamente haya rondado por los Evangelios, habrá notado el giro radical de sentido que Jesús da a la ley mosaica, es la ley del amor: «donde no hay amor, poned amor y encontraréis amor», como expresa el santo carmelita de Fontiveros; pues con ese verso san juanista llegamos a la nota esencial de la dulzura: esta no es más que una respuesta amorosa frente a la injusticia que proviene de mi prójimo. Pues «los hierros que le abrieron el pecho generoso» no son sino un pretexto para ensanchar «las cuencas del amor». 

Simón Ibarra Zuluaga

Abogado. Gustoso por la filosofía –con la carrera suspendia – y la literatura. Feliz católico. Afiliado a la fenomenología husserliana y devoto de la literatura chestertoriana. Me gusta el cine, especialmente el de Nolan. Practico fútbol desde que tengo uso de memoria. Hincha fiel del Real Madrid, River Plate y la Vecchia Signora. Me gusta, para ser breve, la vida.

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