Cosmogonía del Espacio Público

Felipe Restrepo conducía rápidamente sobre aquella autopista similar a un ofidio gigante que parecía estrangular una de las montañas que rodea el valle, el motivo de su prisa era la cita que tenía a las 5:00 pm con su vieja amiga Gabriela Gómez. Habían convenido encontrarse en un extraño lugar, el cual estaba poblado por animales insólitos como lagartos y ratas con extraños lazos atados a sus cuellos, también papagayos con exuberantes crestas y colores impensables. Por supuesto sería más fácil nombrarlo como lo hacían los locales; centro administrativo, no obstante, cometería una felonía con el lector. Desinteresada por el entorno, Gómez subió al vehículo de Felipe y se dirigieron al apartamento de ella que estaba ubicado en el centro de la ciudad.

Al llegar allí, Restrepo encendió su porro mientras su amiga se cambiaba la ropa, tras una breve conversación ambos resolvieron ir caminando hacia el lugar que de antemano estaba predestinado. Eran las 5:49 pm cuando salieron del apartamento, Restrepo, que tenía una obsesión compulsiva con los cielos observó hacia arriba e hizo un recorrido panorámico con su cabeza en total silencio; el firmamento estaba mayormente despejado y en él las pocas nubes formaban arreboles de tonos violeta y naranja, el smog de los carros que asediaban el espacio del centro, añadían un filtro grisáceo sobre los tonos anteriores creando una extraordinaria belleza ponzoñosa. Gabriela interrumpió el estado de autismo de Felipe, señalando la ruta que debían seguir. Cruzaron transversalmente el parque contiguo, en cuyo centro reposaba una efigie negra de un prócer de esa tierra, la expresión del rostro era sólida e impetuosa, lo engalanaba solemne las deposiciones de las palomas y en la base unos mamarrachos hechos con aerosol. A esta la circundaban puestos de comida ambulante con carpas de colores rojos, azules, verdes y amarillos que se asentaba debajo de los viejos y prominentes árboles de leucaena. Caminar velozmente allí era toda una hazaña, ambos, trataron de sortear a la gente que tumultuosamente lo habitaba. Habían tenido éxito en tal empresa hasta que se toparon con una cura que con un megáfono rezaba, mientras sus fieles respondían irreflexivamente una serie de palabras sin sentido, al final los dos viejos amigos se las arreglaron para eludir la turba.

Al llegar a una de las avenidas principales por donde debían pasar, la marcha se hizo más asequible, el flujo de gente yendo y viniendo por las sobrias aceras hacia el caminar un ejercicio sin mayor comprensión, era meramente mecánico, fluían sin la conciencia de estar  en aquel lugar. Entretanto, Gabriela y Felipe iban concentrados examinando un artículo que les llamó la atención, este se encontraba en la página cuatro de un pasquín que les habían entregado en una de las innumerables esquinas que componen la retícula urbana, a la primera le pareció que tenía una buena composición, por su lado, a Restrepo le pareció rimbombante y empalagoso, en todo caso ambos estaban de acuerdo sobre la vacuidad de este. La conversación terminó cuando Gómez vio una de las tantas pastelerías que están a un costado del andén, la entusiasmaban los pandequesos, paró y compró dos de ellos. Reanudaron el recorrido y voltearon en la siguiente calle a la izquierda.

A diferencia de la anterior avenida, la calle por la que ahora transitaban era estrecha, los edificios disimiles entre sí; casonas viejas, edificios de baja altura – probablemente modernistas –  contrastaban con otros de un arquitectura más espontanea. La vía a pesar de lo angosto del espacio era amplia, tenía tres carriles en un solo sentido y estaba colmada de buses de innumerables colores que parecían recrear un río inmóvil del cual emergía un hollín negro que todo lo rodeaba. Las aceras eran harto apretadas, Restrepo y Gómez estaban inmersos en el torrente de gente que discurrían incesantes, era dos cuerpos más entre los miles que se agolpaban y apretujaban. Cada cien metros había personas que como rocas en medio de un cause bifurcaban la multitud, repartiendo papelitos que ofrecían un sinfín de servicios, en los costados habían puestos de frutas y ventas de cachivaches. Al fin, lograron abrirse paso para desembocar más adelante; prostíbulos, discotecas, hoteles baratos, negros bailando, indigentes y policías hacían parte de un nuevo paisaje menos denso, el ambiente sórdido y festivo hacía más placentera la caminata. Al principio los dos sintieron algo de aprensión, pero era imposible no rendirse ante todos esos estímulos.

Finalmente, arribaron a la avenida Alfonso Garay la cual antecedía el punto de llegada, cruzarla constituyó una verdadera epopeya; los carros brotaban de todas partes como cuando algo se tropieza con un hormiguero, estos al igual que las hormigas tenían vida propia y se disponían a matar a cualquier objeto que se atravesara en su trayecto. Invictos, se toparon con la fachada de concreto, donde entraron y se sentaron en el flanco superior derecho a la espera del conferencista.

Me pedirían algunos una reflexión ontológica del espacio público, sin embargo, la considero baladí. Es más valioso la descripción particular de estos con sus imaginarios.

Daniel Marín Salazar

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