Contrastes

La semana empezaba con el cantar de los pájaros que se posaban sobre su ventana. Hace más de un mes que Manuel Jose veía cómo armaban un nido justo en el manzano que quedaba frente a su casa. Creía que eran de ciudad, pero vivían a las afueras, justo en el borde de la montaña. Mas o menos a unos 30 minutos del centro si tomba la vía nueva. En las noches le gustaba ver los pequeños punticos amarillos, blancos y naranjados que marcaban toda la ciudad. También le gustaba mucho el clima frío que hacía donde vivía, pero le molestaba que casi nunca podía quedarse después de clases en la casa de sus amigos.

No sabía por qué, pero siempre le respondían que era precisamente por lo lejos que quedaban las casas de sus amigos de la suya, y, además, nadie podía recogerlo después. En efecto su hermana salía muy tarde de las clases en la Universidad pública de la ciudad, porque trabajaba en el día y estudiaba en las noches, así que no podía ir por él. Su madre funcionaba a doble turno para mantener un estilo de vida para su familia más o menos digo, por lo que casi siempre estaba ocupada. ¿Y su padre? Bueno… había escuchado de él unas cuántas veces a lo mucho en sus 9 años de vida.

Manuel José se preparaba para ir a clases. Nunca entendió por qué era tan importante que fuera disciplinado en el colegio y tuviera buenas calificaciones. Apenas estaba en tercero de primaria, y poco entendía las razones que le daban. Sabía que él no era como sus compañeros, pero tampoco entendía bien por qué eso determinaba que “rindiera” en sus estudios, como constantemente le recordaba su mamá.

Salió a eso de las 6:30: tomó el bus que le había enseñado su madre y que todas las mañanas pasaba faltando veinte minutos para las siete. Tenía que estar antes de las siete y media, porque si no le ponían una falta en el registro. Él siempre era muy cumplido y respetuoso. De tanto saludar a Elkin, el chofer del bus, se hizo amigo de él; tanto que incluso lo dejaba sentarse a su lado con la condición de que recogiera la plata de los demás pasajeros cuando se montaban.

Había llegado a tiempo al salón de clases. Dos minutos antes para ser más exactos. Apenas dio dos vueltas el reloj, entró Elena, su profesora. Era más cumplida que la muerte. Jamás llegaba tarde, y siempre se veía impecable. Luego de revisar la asistencia de los estudiantes, preguntó por la tarea. A Manuel José se le había olvidado. Estuvo ayudando a su hermana haciendo las empanadas que vendía, y se le pasó por completo durante todo el fin de semana hacer la tarea. Cuando llegó su turno y la profesora le preguntó que si la había hecho, tuvo que mentir, pero ya era la cuarta vez que le pasaba y sabía que no le iba a creer.

Elena, que conocía de su situación, le dijo que iba a dejar pasarlo sin falta esa vez, pero si al otro día no la tenía lista, debía ponerle la falta y reportarlo con el director académico. Manuel José creyó que se había salvado, hasta que su profesora le dijo que tenía que comentarle lo sucedido a su madre. El pequeño Manuel José jamás se había sentido tan angustiado en su vida, era consciente de los problemas que tenía su madre y no la quería preocupar más. Le suplicó a la profesora que no la llamara, pero todo intento suyo fue en vano.

Eran las cuatro de la tarde cuando Manuel José llegó a su casa en el mismo transporte en el que se fue. No se despidió eufórico de Elkin como siempre lo hacía, tampoco se comió todo su almuerzo, y apenas jugó un rato en el descanso con sus amigos. Iba cabizbajo.

Cuando entró en su casa, en la televisión mostraban la noticia de una senadora, ex combatiente de las FARC-EP, que negaba que dicho grupo hubiera tenido alguna política de reclutamiento de menores de edad, y que eran ellos quienes voluntariamente se unían. Manuel José no le dio importancia y siguió su camino hasta la cocina, donde encontró a su madre recostada contra la nevera, y con las rodillas levantadas, llorando. Creía que era por la noticia del colegio, e intento calmarla, pero ella sólo sujetaba su cabeza y no dejaba de gritar “¿POR QUÉ!”

Después de unos segundos, la madre de Manuel José se recompuso. Se levantó del piso, se secó las lágrimas de la mejilla, sentó a su hijo en la mesa redonda del pequeño y frio comedor, y le dijo que le tenía que contar algo:

—Manuelito, ¿te acuerdas de las veces que me preguntabas por tu padre y que yo jamás te respondía?

—Sí, ma. Siempre me decías que un día me contarías la verdad, pero que ese momento no era el apropiado.

—Bueno, este es—dijo con la voz quebrantada.

—Manuelito, hace unos minutos recibí una llamada de un señor en Bogotá. Me dijo que tu padre está muerto. Lo encontraron tirado en un pueblo en Caquetá, y al parecer lo mataron por estar huyendo…

—¿DE QUÉ? ¿HUYENDO DE QUÉ, MAMÁ?—, preguntó Manuel José desconcertado, con los ojos encharcados pero sin saber bien qué sentir.

—De la guerrilla, mijo. De los mismos que se opusieron al acuerdo, y que reclutaron a tu papá cuando tenía dieciséis años y yo estaba embarazada de tu hermana. Por eso me tuve que venir, y por eso trabajo el doble, para que jamás tengas que sufrir lo que tu papá y yo sufrimos.

Eduardo Gaviria Isaza

Abogado especialista en Derecho Privado y Politólogo, todos en la Universidad Pontificia Bolivariana. Editor en Derecho en Al Poniente. También soy un apasionado autodidacta del café.

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