«Borrosidades en tiempos de pandemia III»: Diarios de Cuarentena

La Peste de Azoth - Poussin

Por Esteban Vélez, educador popular. Phd. en Educación

 

Emulando artificialmente al campo, la ciudad se acuesta con las gallinas y ni los gatos salen de ronda; los serenos menos; las “tías” chismosas se asoman por las ventanas cada siete minutos para cazar habitantes nocturnos de la calle, estrujados en el quicio de una puerta para guarecer sus cuerpos, exhaustos de una trashumancia que inquiere una respuesta a la condena o la libertad que arrastran.

El Loco, cual ropavejero que esculca en su costal, tienta los periódicos que recicla en el día en los basureros de los barrios altos y le servirán pronto de almohada. Extraña los artículos de El Viejo Topo que leía a préstamo en la Biblioteca Pública Piloto y recita de memoria y bajito una y otra columna de Alberto Aguirre, no sea que oídos de mala estirpe lo delaten con la policía secreta. No faltara más que rompiera la compartimentación requerida y se diera al traste con el exilio en la calle, urdido para escapar de la persecución de gobiernos de la seguridad democrática. Con sus manos gruesas y grasientas, de las que penden nueve dedos con uñas romas moradas, dedica minutos sin afanes a rasgar, con la delicadeza del doblador de papeletas de origami, las letras deprimidas por panegiristas del statu quo en columnas sin decoro.

Con babas y corrección idiomática, que permitiría presentarse a una oposición para la cátedra de sintaxis del Instituto Caro y Cuervo, va tejiendo un discurso en contravía de las teorías utilitaristas, esgrimidas por Jeremías Bentham a finales del siglo XVIII, ante las que Simón Bolívar sucumbió a cambio de préstamos de la Corona británica, inaugurando la deuda externa que aún cabalga y nos aprieta.

El cansancio domina a El Loco; cae en un sueño profundo del que no sale ni con la visita de roedores famélicos que le saludan haciéndole cosquillas, ni con el cotorreo de almas sin sueños dignos de contar, almas espiadas con horror desde los postigos. Un viento helado de madrugada se cuela por entre el refugio pasajero, y las palabras pegadas con la saliva se levantan al vuelo, y arman remolinos dignos de Otraparte; al maloliente durmiente la onírica le dibuja una nevada, y lento y preciso va tomando letras con las que raya un grafiti: “Ya Colombia no hace Poesía. Fernando González”.

Temprano en la mañana, por evitar ser despertado con agua helada con propósito malsano, otras veces soportado por debajo de la puerta como puñalada trapera, El Loco continúa su viaje a píe. Después de deambular por bulevares que ya los vecinos no visitan – y se persignan ante el sino trágico de vivir de nuevo en los barrios donde se criaron-, se da descanso para escuchar las noticias de la media tarde.

En el noticiario radial anuncian los avances del día: que un editorial del El Colombiano pide  el control mediante confinamiento de los habitantes de calle para parar el avance del coronavirus; que  una docena de altos oficiales y un general de las Fuerzas Armadas de Colombia han sido llamados a calificar servicios por estar inmersos en actos de inteligencia y contrainteligencia ilegal a periodistas y opositores políticos; que el Invima advierte sobre la venta de pruebas rápidas fraudulentas de coronavirus; que el futuro candidato presidencial  Germán Vargas Lleras propone baja de salarios y no pago de prima a los trabajadores en junio y diciembre; que miles de medianos y pequeños empresarios denuncian que la banca se niega a hacerles créditos para mantener sus empresas; que el gobierno mantiene la intención de subsidiar a Avianca; que hay visos de corrupción en Metro Salud; que faltan a la ética servidores públicos que benefician a familiares con contratación impúdica…que vicepresidenta  acusa de atenidos a los más vulnerados; que el presidente anuncia en cadena nacional que en el gobierno de “locombia” (sic), hay cero tolerancia a la corrupción.

Hastiado con el menú noticioso, avanza hasta el habitáculo que un imberbe fraile de 20 años, tan zafo como el de Asís, habilitó en el barrio de recicladores, donde él mismo, en compañía de su amigo en trance de asceta y una mujer, con el Apocalipsis tatuado en el rostro por el fuego o por una plancha hirviente, bañan, dan de comer caliente y lavan y cambian la ropa de los habitantes de la calle; mis colegas, dirá El Loco.

Como él, desde hace cuatro gobiernos, tras tres semanas de cuarentena huyeron del barrio San Joaquín acosados por la ley y el orden, ante acusación de algunos vecinos en el periódico regional, de insanidad y perturbación de las buenas costumbres, por adelantar la caridad cristiana como virtud y atributo humano; desde un convento cercano, son  secundados por dos monjas liliputienses, que como ellos, resisten el poder descomunal de un Plan Parcial agenciado por gobiernos de antes, que condenaron al barrio a una desaparición forzada.

Al final de la tarde, despedidos por el fraile con bendición no pedida, pero aceptada con solemnidad y respeto por quien la dispensa, los domiciliarios humanitarios, después de dejar el menaje de alimentos y la provisión de útiles de aseo, proporcionado por amigos del combo de la Villa, parten para continuar con su trabajo. Parados antes de un cruce por un semáforo en rojo, un chico se ofrece para limpiar el parabrisas, se percata que el vehículo forma parte de una caravana que recoge alimentos para los más vulnerados, esculca sus bolsillos, extrae un billete de dos mil pesos moneda legal y los ofrece: “parce, es lo que he hecho hoy, tome, para los más pobres”.

 

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