Cinco décadas atrás, cuando me iniciaba como docente, allá en la verde y gélida Patagonia chilena, donde se rompe en mil pedazos la Depresión Intermedia, entre cordones cordilleranos andinos y un océano tapizado de islas, canales, archipiélagos, fiordos, penínsulas…, relieve insular producido por los trastornos pos glaciales, en un pequeño pueblo costero, casi aplastado por el pesado pie de una montaña, se erguía altanero mi liceo, como desafiando las inclemencias, tanto aquellas físicas como aquellas del alma.
- ¡Hay que hacer Patria! Replicaban nuestros maestros que nos formaran como profesores en la Facultad de Letras y Humanidades.
- ¡Tenían razón! La Patria se edifica, perdura y progresa, sin duda, en la tenacidad del músculo, en el ejercicio sostenido de la disciplina y en la comunión de voluntades.
Mis alumnos arrimaban en embarcaciones precarias de islas dispersas, otros caminando largos trechos por la costa, sobre la fatigante resistencia que ejerce la arena, evadiendo las pleamares, cruzando pantanos y meandros; y había aquellos que bajaban por senderos escabrosos, desde las montañas lluviosas, tan angostos, que si no se motilaban periódicamente la selva sureña los cerraba.
En ese entonces, para ligarnos en el proceso sistemático de enseñanza-aprendizaje, presencial, cara a cara, voluntad a voluntad, requeríamos fundamental, la fidelidad del acto comunicativo, ese conjunto de circunstancias en las cuales se produce la comunicación humana recíproca, mediante sus funciones que enriquecen el contexto lingüístico: la expresión, la búsqueda de respuestas, lo referencial, la corrección, lo fáctico y lo poético.
Y en lo estrictamente material, sólo necesitábamos el salón de clases, los libros y el entorno natural-cultural como aula viva.
Sin duda que mis palabras tienen una connotación emotiva; me retrotraen a mi experiencia docente y a un pasado romántico que yacen en mis recuerdos, como ¨cosas en si¨, sólo materia, al decir de Sartre, el último de los metafísicos. No obstante, ellos substanciaron gran parte de mi proyecto de vida, esencia que redacta aquello que todavía soy, aunque el cuerpo me pese y mis pasos delaten que no soy el mismo.
Pues bien, hoy, por las circunstancias que vivimos, el currículo escolar debe ponerse a la altura de sus particularidades. No me cabe la menor duda que en un futuro próximo se adecuará a las necesidades individuales y sociales de nuestros niños y jóvenes.
Es cierto, en América latina contradictoria y carenciada, la peste y la confinación de muchos, la marginalidad que sufren algunos ciudadanos, la inequidad social, política y económica de otros, la decadencia de las instituciones del estado y el desprestigio de sus autoridades, los múltiples problemas que acechan a nuestros niños y adolescentes, retratados en una simple fotografía instantánea ciudadana; ¡y no menor!, el avasallamiento del imperio comunicacional, en sus formas virtual, remota, televisiva, digital… donde nuestros alumnos vagan de un sitio a otro, por la simple novedad, sin profundizar en nada, dejándose llevar por el fenómeno de la errancia, juegan en contra de la educación sistemática, colocando en tela de juicio permanentemente a los docentes, instituciones secundarias, universitarias y sus contenidos programáticos y de aprendizaje, sin siquiera advertirse que la escuela es el reflejo fiel de la sociedad. Por tal motivo y en consecuencia, estimados lectores, todos tenemos la misión de educar, con responsabilidad, con el ejemplo, desde la voluntad a la acción, desde la tibieza del hogar a las grandes instancias de decisiones gubernamentales. Y a mis colegas profesores, de todas las latitudes, en los ámbitos rurales y citadinos, particulares y estatales, hombres y mujeres, los insto a persistir, a no desfallecer ante las adversidades del presente y del futuro próximo, porque no existe labor más encomiable que la de ser ¨maestros, constructores de almas, y defender los grandes fundamentos de la auténtica educación americana:
Privilegia y defiende las clases presenciales.
Desarrolla planes, guías didácticas, fichas curriculares, metodologías innovadoras, globalizaciones, unidades cívicas y valóricas, experiencias peripatéticas… desde el seno de la escuela o liceo, ya que estas instituciones son irremplazables, porque en ellas se basa el acto de la socialización.
Exige a la autoridad educacional ministerial que los discípulos, de acuerdo al grado, no debieran ser más de diez educandos, para obtener logros significativos.
Privilegia la lectura analítica, sintética, valórica y critica; uno es lo que ha leído, dice con mucha sabiduría Simone de Beauvoir.
Déjate llevar siempre por el asombro, tanto tú como tus alumnos.
Verifica todo mediante el cálculo. Y que todos tus alumnos sean científicos. Es decir, dudarlo todo, para luego llegar a las certezas y las convenciones que nos den la verdad y estabilidad, tal como lo dijo Descartes en su tiempo, al poner a los hombres en la centralidad, como sujetos de la historia.
Ahonda en el buen juicio para desterrar lo que nos idiotiza, es decir, suprime el sentido común, no nos tragarnos todo lo que nos dicen los medios de comunicación formales e informales, la publicidad, los slogans, la propaganda, ya que ellos nos conducen irremediablemente a lo que quieren que pensemos, o a lo que piensan y desean los demás, anulándonos como personas singulares, transformándonos en sujetos otros. En suma, a ser hombres y mujeres inauténticos.
Ahonda en el buen juicio para desterrar la violencia verbal y física, en la solución de los conflictos.
Y, para coronar los desafíos de todos los hijos de América, en los albores de nuestras naciones, ya Andrés Bello López, Libertador Intelectual de América, mentor lúcido de aquellos patriotas-libertadores: Bolívar, Sucre, San Martín y O Higgins, dirigiéndose a la juventud, les expresaba con elocuente:
«¡Jóvenes!, aprended a juzgar por vosotros mismos; aspirad a la independencia del pensamiento. Bebed en las fuentes: a lo menos en los raudales más cercanos a ellas» (Javier Ocampo López. Profesor titular Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. Tunja.
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