Pedro Sánchez y Gustavo Petro representan un nuevo tipo de populismo: aquel que, lejos de fortalecer la democracia, la socava desde dentro. Esta columna analiza cómo ambos líderes, tras prometer renovación ética, operan mecanismos de blindaje político y judicial que convierten al poder en un refugio de impunidad.
El atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay ha reabierto una vieja herida en la democracia colombiana: la instrumentalización de la violencia con fines políticos. La Fiscalía General de la Nación, a través de una audiencia pública con sustentación probatoria, planteó que el ataque no responde a motivos personales, económicos o familiares, sino que se inscribe en un contexto político claro, en el cual Uribe, como figura visible de la oposición al gobierno del presidente Gustavo Petro, era una víctima políticamente elegida. Esta tesis no solo es coherente con los hechos conocidos hasta ahora, sino que representa una lectura lógica en un país donde los crímenes políticos han sido moneda corriente a lo largo de su historia republicana.
En lugar de recibir con respeto y prudencia la hipótesis judicial —como correspondería a cualquier gobierno que se precie de respetar la independencia de poderes—, la reacción del Ejecutivo ha sido defensiva, desbordada e incluso autoritaria. El jefe de gabinete entrante, Alfredo Saade, conocido por sus posturas radicales, fue el primero en alzar la voz no contra los responsables del crimen, sino contra los medios que reportaron la declaración de la fiscal. Saade pidió públicamente acciones legales contra Noticias Caracol, acusándolo de manipular la información y de buscar dañar al gobierno, cuando en realidad el noticiero no hizo más que transmitir fielmente las palabras de la fiscal del caso.
Este comportamiento constituye una amenaza directa a la libertad de prensa, principio esencial en toda democracia. Que el jefe de gabinete —figura de altísima jerarquía y cercanía al Presidente— haya sugerido una persecución legal contra periodistas por informar hechos judiciales es no solo un acto de censura, sino un síntoma grave de intolerancia institucional. Lo más alarmante es que esta posición fue luego respaldada, casi de forma mecánica, por el propio presidente Petro, quien insinuó que había un “mensaje subliminal” en la cobertura del caso. Una lectura distorsionada que más parece producto del sesgo ideológico que de una evaluación racional.
El verdadero problema, sin embargo, radica en la forma en que el gobierno ha reaccionado: como si se sintiera directamente señalado por una acusación que en ningún momento los menciona como autores intelectuales. Este fenómeno, en el lenguaje popular, es conocido como una “explicación no pedida, acusación manifiesta”. Nadie ha acusado directamente al gobierno de estar detrás del crimen, pero el aludido parece ser el propio Ejecutivo. Esto, lejos de disipar sospechas, las agudiza. Un gobierno que no tiene nada que temer, enfrenta las investigaciones con transparencia, no con arremetidas.
La designación de Alfredo Saade como jefe de gabinete constituye un punto de inflexión en el deterioro político del actual gobierno. Se trata de una figura con antecedentes preocupantes: propuestas para cerrar el Congreso, llamados reiterados a restringir la prensa y una retórica incendiaria que no concuerda con los principios del Estado democrático. Su nombramiento no solo representa un desprecio por las formas institucionales, sino que compromete la posibilidad de una interlocución seria entre el gobierno y otros poderes del Estado.
En el fondo, lo que el caso revela es una lucha entre dos concepciones del poder: una basada en el respeto a las reglas y a la institucionalidad, representada esta vez por la Fiscalía; y otra, cada vez más personalista y autoritaria, representada por las reacciones del Ejecutivo. Lo que está en juego no es solo la investigación de un atentado, sino la credibilidad del sistema democrático y la capacidad de Colombia para afrontar la violencia política con mecanismos judiciales, no propagandísticos.
Es legítimo que el gobierno se defienda de acusaciones infundadas, si las hubiera. Pero en este caso, la acusación no vino de la oposición ni de medios de comunicación, sino del ente investigador del Estado, en ejercicio de su función constitucional. Por eso resulta particularmente inquietante que el gobierno, en lugar de cooperar con la justicia, haya optado por desacreditar al mensajero y cerrar filas alrededor de un relato de victimización política que no se sostiene con los hechos.
Colombia ha vivido asesinatos políticos emblemáticos: Álvaro Gómez Hurtado, Luis Carlos Galán, Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo, entre otros. Que se sugiera que en 2025 un senador de la oposición pudo haber sido víctima de un atentado con motivos políticos no debería escandalizar a nadie. Lo escandaloso es que quienes ocupan el poder reaccionen intentando silenciar a quienes informan sobre esa hipótesis. La democracia se protege investigando los crímenes, no persiguiendo a quienes los reportan.
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