“Esos hechos y su inconmensurable sombra macabra nos hacen vivir una realidad extraña, como quien asiste a una película en la que el miedo se va dosificando al punto de sentir una cierta narcosis desde la que se instala en el interior de las personas y en el del colectivo social, la certeza de que lo más macabro no sólo puede suceder, sino que es inminente.”
Algo se mueve entre nosotros como civilización y como especie que nos impide ver de frente muchas de nuestras grandes oscuridades. Aunque aquello de invocar la especie humana, así, en general, puede resultar encubridor y quizás delate una cierta táctica para disculpar lo imperdonable. Tal vez habría que indicar las geografías en las que habite esa humanidad y el recorrido histórico de su hacer colectivo para poder analizar los porqués de sus tragedias. Es evidente que habitar Canadá, China, Japón, Cuba o Paraguay supone marcos culturales e históricos que sirven de referencia para que algunos valores puedan ser acatados con mayor rigor, es decir, de manera vinculante y bajo la expectativa del cumplimiento de acuerdos tan básicos y universales como por ejemplo no matar. En los países citados las tasas de homicidio no superan los 4 asesinatos por cada cien mil habitantes, mientras que Colombia registró 26 para el año 2023; aunque en 1990 fue 80 (Bello, 2008).
El indicador de homicidios es un obvio referente para abordar la situación de vulneración de los derechos humanos en un territorio, aunque hay otros hechos victimizantes quizá tan o más lesivos que aquellos, como la desaparición forzada que en Colombia ronda las 140.000 víctimas, una cifra que iguala a la totalidad de una población intermedia como Fusagasugá.
Esos hechos y su inconmensurable sombra macabra nos hacen vivir una realidad extraña, como quien asiste a una película en la que el miedo se va dosificando al punto de sentir una cierta narcosis desde la que se instala en el interior de las personas y en el del colectivo social, la certeza de que lo más macabro no sólo puede suceder, sino que es inminente. Sin embargo, existe un lado de la problemática que poco se visibiliza y que está en el borde de eso que los investigadores sociales han dado en llamar “repertorio de violencias”, los cuales pueden ser hechos igualmente graves, pero camuflados, relativizados o contenidos en marcos mentales justificatorios desde donde se les arroja cierta luz de normalidad, aunque en realidad sean la antesala del terror o representen por sí mismos el hecho criminal.
Es difícil nombrar esos hechos tal vez porque el silencio ante ellos les otorga una carta de presentación desde lo anómalo o atípico y no necesariamente desde su real característica criminal. Llamémoslos crímenes de umbral, es decir, aunque conforman la estructura y hacen parte integral de un cierto crimen, muchas veces no se lo reconoce como tal porque se nos ha enseñado a mirar para otro lado o a no verlo para evitar reconocerlo, evitando las consecuencias que debería acarrear.
Esos crímenes parecen prosperar o presentarse con más regularidad en ámbitos privados y en el seno de instituciones sociales como la familia, la iglesia, la empresa o el gobierno. Un padre permisivo con la manipulación o el porte de un arma de fuego por parte de un hijo menor de edad; el acoso sexual de una mujer por parte de su empleador sólo por “ser el jefe” o “el pago” de una parte del salario al burócrata que traficó con influencias para otorgar un puesto, son ejemplos que pueden citarse al respecto.
Sin embargo, se pueden hallar mayores niveles de complejidad si, como es el caso de este escrito donde se explora el tema sin pretensiones jurídicas o criminalísticas, se trata de la vulneración de los derechos de los niños y niñas. Así es como ha resultado un escándalo de relativo calado la nota en uno de sus espacios radiales de un avezado periodista, gracias a la cual se ha venido sacando a la luz la historia de los abusos sexuales que un cura jesuita perpetró sobre un grupo de niños y niñas en la capital del país. El relato resulta escalofriante no sólo por los hechos referidos, sino por la manera como ese colosal crimen de umbral era tolerado por la comunidad religiosa a la que pertenecía el cura pedófilo. Que un infante amaneciera en el cuarto del cura y que en la mañana fuera llevado por su agresor al área del comedor colectivo en busca del desayuno sin que aquello mereciera comentario o denuncia alguna por parte del resto de los comensales resulta una escena ofensiva y asqueante, pero a su vez devela el complejo mecanismo que esconde el hecho de la complicidad muda, inducida casi siempre por factores de poder, jerarquía o prestigio. O si no ¿cómo se explica la descomunal barbarie de los 6402 casos de “falsos positivos” que permanecieron en el silencio y la impunidad por muchos años?.
Pero el caso de los niños abusados va teniendo un desenlace tan absurdo como delirante. Ahora resulta que después de las denuncias presentadas por los periodistas se enciende el debate acerca del papel del entonces jefe del cura pedófilo, el padre Francisco de Roux, quien sancionó a ese integrante de su comunidad solo bajo las reglas de esa colectividad religiosa, pero no elevó denuncia penal, como reclaman las víctimas. Resultando, finalmente, que los argumentos se centran, por un lado, en que De Roux no debe ser conminado a explicar nada debido a su dignidad y lo que representa en la construcción del relato de memoria y verdad para el país; y de otro, que los periodistas, en particular Daniel Coronell, incurriría en una actitud temeraria e irrespetuosa al hacer tal llamado al entonces titular de los jesuitas.
Al parecer el foco del problema terminará centrado en la disputa Coronell-De Roux; mientras que al crimen de umbral se le pone una nueva capa de yeso invisibilizador que dejará dicho crimen impune, como hasta ahora.
Gracias Andes por tu escrito. Solo una acotación en el sentido de la imperiosa necesidad que tiene el
Establecimiento de desprestigiar (y por esa vía eliminar) todo lo que tenga que ver con el proceso de verdad, justicia y reparación. Ya que no le ha sido posible por las vías legales recurren a la mentira y la
Calumnia, de la cual, en actos repetidos, algo queda. Un abrazo.