Cartas a Adela – Decimocuarta carta (14/20)

CARTAS A ADELA
CARTAS A ADELA

Desperté y ahí estaban los hombres de jengibre, viscosas masas de carne y labios de membrillo, ahí estaban como sombras, como partículas monótonas de tanto vivir. Se acercaron con paso quedo y entonces los besé hasta empezar a convertirme en óleo y clara de huevo, entonces desperté.

“Mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizonte en el viaje a Venus”.

Y pensé que todo había sido un sueño, que Maga no se había ido, que vos no estabas más allá de los infinitos rincones de mi mente, que Sasha no era aire, que la ciudad no era una bola de concreto, que yo no era un rostro con un montón de ojos y tres bocas… que no tenía este hueco en mi pecho, ¿Pero cómo negar tanta realidad?

Viste, mirá, es como si quisiera desdibujar las letras de las mil y una noches con fosforitos y carabelas de papel, como si el cuaderno que tiene tu rostro dejara de iluminar las tinieblas del tango. No se puede negar tanto dolor cuando se aceptan tantas oleadas de caricias que se van lejos en un piano, lejos muy lejos, terriblemente lejos como una nube.

Quiero pirar, largarme a los cementerios donde puedo velar a mi loquita que canta en francés y a la dama con la mirada fría de dios… Je t’aime, Je t’aime, aún la oigo en este mar de escombros. Ella tan humo, Sasha tan aire, yo tan destrozado.

Y Sissi… ¿Dónde estaba Sissi? Oh, yo tan mezcla de pan ácimo y vinagre, que olvidé buscar a Sissi, pero no había necesidad… allá, en las sombras, entre un mar de sombreros estaba ella; escondida, herida, asechando, transformándose. Ella, la mujer bestia.

Nada que hacer, me volví hendidura, aspillera, nota y clavel de ron.

“Medio melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel, dos medias suelas clavadas en los pies, y una benderita de taxi libre en cada mano, pero solo vos me ves”. 

¡Oh, como quería el mate de tu cuerpo entrelazado al mío en el cementerio de esta ciudad! Y no soy más que el clochard que sobrevivió al eclipse de la urbe, es decir, ¿Qué tantas lágrimas me separan de vos? ¿Qué atajo he de caminar para hundirme en el almizcle de tu sexo y perforar mi carne con tu boca? Pero sabía la respuesta, falta un camino, falta un destino, falta Montevideo, y hacía allá voy.

Polichinela, Arlequín y un reloj derretido me dieron la mano, me levanté del suelo, y con hojitas de arce me hice una nueva barcaza. Un nuevo caminito, merezco navegar.

Entonces me eché a navegar, y con mi montón de ojos vi paisajes de mermelada, un aprisco de cebollas, un hombre con un bigote azur, un sofista dando clases de filosofía en un ágora y una virgen tomando cazalla. Vi gigantes cogitabundos y una sirena embelesada con un tritón de tierra.

Y llegando al río, me eché a andar, y llovió café y cacao, del cielo caían cantos y palabras tejidas con cáñamo; de las aguas saltaban santos y generales, del viento salado brotó tu sonrisa perpetua con un color índigo. Entonces dormí, yo tan dormido en la cintura de tu recuerdo, en el vientre fresco de la nada, luciendo esta cicatriz a pecho abierto, diciéndole al espejo que la luna era real, fumando cannabis con te negro y regalándole peceras a los marineros de agua turbia.

¡Qué paz! es como si desde allá tan lejos, tú me enviaras plegarias con sándalo y dulce de frutilla.

Y llegué, tierra firme. Un nuevo camino hasta Montevideo, hasta las puertas de esta tierra de crisálidas, pero entonces, sus ojos penetrantes entraron por mi espalda, era ella, la que antes bailaba entre el desayuno y flotaba mientras comía pan con manteca, era Sissi aunque de Sissi no quedaba mucho, pero era ella, mujer bestia, mujer lobo.

En las puertas de Montevideo estaba ella, con garras en vez de manos, con colmillos en vez de palabras dulces, dispuesta al ataque, dispuesta a la muerte, entregada al sacrificio del fuego y la carne, presta a la sangre como reina de los condenados.

Miré sus ojos envueltos en llamas, sus fauces brillaban con la noche que llegaba.

Truenos, luces y lluvia antecedieron la lucha. Yo, un escuálido discípulo de Kafka y ella, aprendiz de Hesse, la mujer lobo, mi Sissi, la que en mejores horas acariciaba mi cuerpo con la sombra de sus senos. La tierno recuerdo de la locura de su vientre en mi boca me invadió, entonces lloré.

Lloré como quien llora cristal y pepitas de alquitrán, me había derrotado sin haber luchado. Me arrodillé esperando mi ejecución, le recé a la nada y recordé un poema con muchas golondrinas, cerré los ojos y recordé el mediterráneo de tu mirada.

Entonces se abalanzó sobre mi cuerpo, ingresó por la herida de mi pecho y ahí se quedó, ahí se instaló. Ahí, dueña de la rozadura, ahora soy yo el lobo, el hombre bestia.


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César Augusto Betancourt Restrepo

Soy profesional en Comunicación y Relaciones Corporativas, Máster en Comunicación Política y Empresarial. Defensor del sentido común, activista político y ciclista amateur enamorado de Medellín.

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