Es cierto que un proceso de paz zanja un problema de fondo, pero atomiza borbotones de sangre y lágrimas. Un proceso de paz se caracteriza por dejar dudas, sombras y permitir que un manto de impunidad ondee siempre sobre el silencio pactado y la memoria embriagada. Un proceso de paz siempre ha de dejar el sabor agridulce de haber perdido en la mesa lo que pudo ganarse a punta de fusil. Un proceso de paz siempre ha de dejar más preguntas que respuestas. Una pregunta evidente para este momento es ¿a qué juega Jesús Santrich? Su fuga es inexplicable. Así como inexplicable todo lo ocurrido en torno a su actuación por fuera del proceso de negociación, que ha dado lugar a una convulsión de tres jurisdicciones que dicen tener competencia para conocer de sus actos. La justicia americana por narcotráfico dirigido a su territorio; la justicia ordinaria (Fiscalía General de la Nación) por sus actuaciones ex post al acuerdo y la JEP que reclama la competencia para conocer de los actores del conflicto. Las hipótesis abundan y siempre en peor. En telón de la presunción de inocencia y de favorabilidad en su caso, se torna muy frágil y él se empeña en despedazarlo. Su suerte política está en riesgo si no se direcciona en sortear las acusaciones, asumir responsabilidades frente a la JEP y adoptar una posición propia de un Congresista y no del incierto desmovilizado que usa la faz de negociador o de perseguido según el tamaño de sus necesidades. Otra vez será deber de Timochenko llamar al orden a sus excompañeros de armas y líderes de la transición para que no se la pongan más fácil, cerca a comicios regionales, a los enemigos del acuerdo en una condición de ejecutores sobre todo lo que suene a creer en transición y voluntad de paz. La desidia que produce su ausencia lo permite todo. Y en política, cualquier excusa es razón suficiente para halar el gatillo.
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Del autor
John Fernando Restrepo Tamayo
Abogado y politólogo. Magíster en filosofía y Doctor en derecho.
Profesor de derecho constitucional en la Universidad del Valle.
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