Ir a ver matar toros es algo malo

Obviamente ir a ver matar toros es algo malo. ¿Quién podría decir que no? Lo interesante, lo verdaderamente taurino, el verdadero «ensueño» del que habla Antonio Caballero, es reconocerse caminante de esa línea que separa lo bueno y lo malo de lo bello y lo feo. Una corrida de toros decepcionante –como dicen en el mundillo torista–, en últimas, lo es porque se sabe que no se consiguió nada a costa de algo que se sabe moralmente reprochable; que se sabe, sin que nadie lo tenga que decir a los gritos, que no está bien, no es bueno, no es lo correcto: matar toros, todos saben, es algo malo. Es exactamente lo que pasa cuando un Estado comete un holocausto en medio de un contexto de conflicto internacional: la guerra era necesaria pero duele saber que se hizo lo que no se debía.

El fondo de la crisis taurina es político. Específicamente, es una crisis que se deriva de una específica manera de entender el mundo político. Digamos que el asistente a los toros ha dejado de ir porque el mundo le dice todos los días que su punto de vista no es el correcto, que éticamente está relacionándose con el mundo de una forma reprochable. El taurino se va a acabar como sujeto social (y se debe acabar) porque permitió que su asistencia a la matanza del toro en el ruedo se definiera en su individualismo: me gustó o no me gustó la corrida, el vestido, el tercio, el pase, el pitón, el cuero, etc. Resulta entonces que uno se da cuenta de que en cada cosa que se dice en la plaza hay una específica mirada sobre el mundo al que se asiste.

Ir a toros también es una posición política.

Lo que sucede en una plaza -el tipo de sujeto que se es dentro de la plaza- define lo que se es como sujeto social: lo que se es fuera de la plaza misma. Eso a lo que nos remite el mundo y sus cosas se conjugan dentro de la plaza en el ethos del taurino: su forma de vestir, su silencio, su silbido, su manera de fumar, su grito y su ole. La plaza, entonces, parece ser (siempre fue pensada así) las tablas de un teatro en el que somos lo que quisiéramos ser.

La metáfora clásica con la que se define la lidia (aquella que dice que se enfrenta la furia del animal con el genio creador del hombre) es insuficiente tal y como se entiende hoy. Hemingway ha sido supuestamente muy leído por el mundo taurino. La verdad es que no les creo mucho pero supongamos que sí. Él, creo, es quien popularizó esa forma de entender la lidia (ahí mismo se nota esa detestable pedantería y falsa erudición del misógino gringo del que después hablamos en otro Post). En todo caso, esa forma de entender la corrida es la que constituye la manera en la que las corridas de toros se entienden hoy. Sin embargo, está mutilada: le falta el espectador.

La actualización que propongo es esta: el espectador asiste al enfrentamiento de todas las luchas posibles. La humanidad en toda su complejidad intenta representarse en un ruedo: a eso es a lo que vamos de tres a siete de la tarde: a ver todo lo que hemos sido y todo lo que podemos algún día llegar a ser. La corrida de toros fue pensada para que el deseo se volviera símbolo y el símbolo significado. Lo que sucede en verdad es que el espectador no está viendo a un animal y a un hombre: está viendo a dos hombres. Uno que muere, como ha muerto su padre y sus abuelos, y otro que vive, como vive él mismo. Y en esa remisión a lo que ha sido con los otros y con la muerte es que el espectador logra transparentar lo que está siendo con quien comparte la banca de asistente al escenario.

Es exactamente una metáfora sobre el enfrentamiento a la idea de contrato social: se es ciudadano no a costa de sortear la muerte que implica vivir con el otro sino por la muerte misma que implica saberse vivo porque el otro vive también. ¿Qué es el campo de concentración sino la vida misma de un Estado social de derecho que incumple aquello que promete? ¿Qué es un Estado social de derecho sino la lucha por la vida misma que hay dentro del campo de concentración?

El espectador, decía entonces, es quien verdaderamente le da sentido a la muerte del toro pero, más importante aún, al rito que implica la muerte del toro. Así como el ciudadano le da sentido a la existencia y al fracaso del Estado.

¿Qué hacemos entonces con quienes quieren ir a ver matar toros si es que matar toros está mal pero todo lo que implica ir a ver matar toros sustenta, en últimas, la vida de los hombres? Pues prohibirlas, claro. Prohibirlas porque no es cierto que el taurino sea aquello que dice ser. Asistir a una plaza de toros hoy debe prohibirse porque el sujeto espectador no es un ciudadano: su individualismo, su manera individualista de entender la vida humana, su forma equivocada de pensarse no le permite ver con claridad qué es. Yo soy taurino, me satisface ir al rito (así como me satisface –y me hace– asistir al rito de la ciudadanía) de la muerte del toro, claro que sí ¿a quién no?, pero, sin duda, debe prohibirse. Las plazas deben cerrarse ya mismo.

La razón es muy simple al final: las luchas sociales que se daban en una plaza de toros, esas que nos hacían ciudadanos, han empezado a darse en otros escenarios; luego, la muerte del toro es innecesaria y no resiste un test de proporcionalidad social básico.

¡No más toros! ¡No más!