Una solución wittgensteniana al problema de la felicidad

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Conténtese quien termina ya de leer esta columna con entender el concepto de “felicidad” presente películas o series, en conversaciones diarias, novelas, anuncios, etcétera. Conténtese con ello ya que nada más podrá extraer del mismo. No existe la felicidad más allá de su horizonte comunicativo, lingüístico.


Cualquier noticia que trate de la felicidad es recibida en nuestros días como un lugar común. Ya sea del tipo de aquellas que versan sobre la dieta que es necesario seguir para ser felices, la imprescindibilidad del deporte cotidiano, el dominio de las propias emociones y un largo etcétera, en algún momento todos hemos leído alguna. A pesar de su disparidad, estas noticias poseen un denominador común: aportan claves para lograr ser felices. Más allá de los medios de comunicación, la retahíla de recomendaciones para alcanzar una felicidad por llegar, como si de un punto de llegada claramente definido se tratara, está presente en cualquier ámbito de nuestra vida. Baste mencionar las redes sociales, los anuncios publicitarios o los consejos recibidos por amigos, familiares y compañeros de trabajo/clase. Por lo dicho, semeja que todo el mundo está en conocimiento de qué sea la felicidad y de los pasos a dar para alcanzarla  ̶ quizás, esto último, con la exasperante excepción de un uno mismo que se considera poco menos que marginado del escurridizo secreto. En el seno de la disciplina por excelencia ocupada de esta cuestión, la filosofía, el problema de la felicidad puede plantearse de la misma manera: cada autor/a sostiene con ahínco, mediante argumentos varios, una concepción de la felicidad concreta frente al resto. Y así, este problema de la felicidad nos conduce por lo visto a una curiosa paradoja: todo el mundo parece manejar una comprensión de lo que es la felicidad, pero ante la falta de un consenso claro, no parece haber ninguna comprensión genérica de qué sea el ser feliz.

Conmovido por la imagen de quien desespera por saber qué es la felicidad y cómo puede lograrla (como quien alcanza el culmen de una montaña), el autor de la presente columna ofrece aquí una nueva perspectiva, por si quien leyese esto las considerase escasas, para afrontar la cuestión de la felicidad. Para ello tomará prestadas algunas ideas del trabajo del filósofo Ludwig Wittgenstein. Para quien no conozca la obra de este pensador, nos contentaremos con mencionar, para nuestros intereses, dos libros concretos: el Tractatus Logico-Philosophicus y las Investigaciones filosóficas (publicado póstumamente).

Es de relevancia destacar que, con base en una interpretación particular del mismo, acorde a la primera de esas obras lo que denominamos como problema de la felicidad no podría ser considerado como tal. Pero, en la medida en que las proposiciones con sentido son aquellas que refieren a hechos empíricos, la felicidad, podemos considerar, no puede ser designada o nombrada por dichas proposiciones. Y es que, por mucho que viaje quien lee estas palabras, en ningún lugar hallará el hecho perceptible de la felicidad. Si acaso personas que se dicen felices o que actúan como si lo fuesen, mas no la felicidad en sí misma. Podrá argüir alguien que, quizás, en determinadas áreas o procesos cerebrales podría hallarse tal cosa. Empero, es altamente cuestionable que esas áreas o procesos sean la felicidad en sentido estricto. En todo caso, pudiera sostenerse que estas causan sensaciones de bienestar claramente delimitadas respecto a otras sensaciones. Mas la felicidad no es el cerebro ni una sensación claramente delimitada de otras, como el bienestar de beber cuando se tiene sed. En consecuencia, no hay ningún hecho empírico de la felicidad a la que ninguna proposición con sentido pueda referirse. ¿Qué tipo de proposiciones son aquellas, pues, que hablan de la felicidad? Aquellas sin sentido o, dicho de otra manera, las pseudoproposiciones propias de la filosofía que no refieren a nada empírico perteneciente al mundo. Una de las tesis más potentes del Tractatus sostiene que “el sentido del mundo está fuera del mundo”, pues no podemos relacionar el sentido con ningún estado de cosas o hecho perceptible. Por tanto, nada se puede decir con sentido (sí muchas cosas absurdas o sinsentidos) al respecto del sentido del mundo o, podemos decir también, de la felicidad. Wittgenstein sentenciará: “la solución del problema de la vida está en la desaparición de este problema”.

Aún a pesar de las notables diferencias que median entre el Tractatus y la posteriores Investigaciones filosóficas, en este último trabajo podemos extraer una conclusión similar. De acuerdo con el segundo, ninguna afirmación acerca de sensaciones internas, tales como la felicidad (que se puede considerar como una determinada experiencia mental constante en un determinado lapso temporal), poseen sentido. Esta idea se puede ilustrar con dos célebres ejemplos. El primero en el llamado caso de la sensación S, que conviene citar con las palabras del propio autor:

      1. Imaginémonos este caso. Quiero llevar un diario sobre la repetición de una determinada sensación. Con ese fin la asocio con el signo “S” y en un calendario escribo este signo por cada día que tengo la sensación -En primer lugar observaré que no puede formularse una definición del signo.- ¡Pero aún puedo darme a mí mismo una especie de definición ostensiva!- ¿Cómo?, ¿puedo señalar la sensación?- No en el sentido ordinario. Pero hablo, o anoto el signo, y a la vez concentro mi atención en la sensación -como si la señalase internamente.- ¿Pero para qué esta ceremonia?, ¡pues sólo algo así parece ser! Una definición sirve por cierto para establecer el significado de un signo.- Bien, esto ocurre precisamente al concentrar la atención; pues, por ese medio, me imprimo la conexión del signo con la sensación.- “Me la imprimo”, no obstante, sólo puede querer decir: este proceso hace que yo me acuerde en el futuro de la conexión correcta. Pero en nuestro caso yo no tengo criterio alguno de corrección. Se querría decir aquí: es correcto lo que en cualquier caso me parezca correcto. Y esto sólo quiere decir que aquí no puede hablarse de “correcto”.

El problema subyace en que nadie puede, internamente y al margen del lenguaje convencional, establecer una relación signo ̶ experiencia interna privada. Todo significado de las palabras y conceptos ha de ser social, pues sólo así existen criterios de corrección o reglas. Veamos ahora el caso del escarabajo:

      1. Si digo de mí mismo que yo sé sólo por mi propio caso lo que significa la palabra “dolor” -¿no tengo que decir eso también de los demás? ¿Y cómo puedo generalizar ese único caso tan irresponsablemente?

Bien, ¡uno cualquiera me dice que él sabe lo que es el dolor sólo por su propio caso! -Supongamos que cada uno tuviera una caja y dentro hubiera algo que llamamos “escarabajo”. Nadie puede mirar en la caja de otro; y cada uno dice que él sabe lo que es un escarabajo sólo por la vista de su escarabajo. -Aquí podría muy bien ser que cada uno tuviese una cosa distinta en su caja […] ¿Pero y si ahora la palabra “escarabajo” de estas personas tuviese un uso? -Entonces no sería el de la designación de una cosa. La cosa que hay en la caja no pertenece en absoluto al juego del lenguaje; ni siquiera como un algo: pues la caja podría incluso estar vacía […] El objeto cae fuera de consideración por irrelevante.

Se confirmaría así que la sensación privada del dolor, como experiencia interna (suponemos que la felicidad es una experiencia de ese jaez), es un objeto completamente “irrelevante” en la comunicación humana. El dolor no duele, sino que solamente comunica. De la misma forma, la felicidad no se disfruta o consigue, sino que es una palabra que tiene sentido en su uso gramatical. Dicho en plata, el significado del lenguaje no se puede establecer ostensivamente: como si a la palabra felicidad le correspondiese algo existente a lo que cada uno de nosotros, internamente, pudiésemos llegar tras, por ejemplo, la compra del último iPhone lanzado al mercado. El significado simplemente consiste en el uso de los términos. Cualquiera que domine el castellano puede entender el significado de la palabra “felicidad”. Es preciso olvidar todo lo demás. Ninguna sensación interna puede vincularse en sentido riguroso y a lo largo del tiempo con ese vocablo (recuérdese la sensación S). Así pues, el problema de la felicidad (del amor, de la justicia, de la belleza…), al igual que en el Tractatus, se resuelve con su desaparición, con su eliminación. Conténtese quien termina ya de leer esta columna con entender el concepto de “felicidad” presente películas o series, en conversaciones diarias, novelas, anuncios, etcétera. Conténtese con ello ya que nada más podrá extraer del mismo. No existe la felicidad más allá de su horizonte comunicativo, lingüístico. Y así, tras delatarse como sinsentido, el problema de la felicidad, prestamente, se desvanece.

Alejandro Villamor Iglesias

Es graduado en Filosofía con premio extraordinario por la Universidad de Santiago de Compostela. Máster en Formación de Profesorado por la misma institución y Máster en Lógica y Filosofía de la Ciencia por la Universidad de Salamanca. Actualmente ejerce como profesor de Filosofía en Educación Secundaria en la Comunidad de Madrid.

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