Ser o no ser… Reales, he ahí la cuestión

Hay cosmólogos que piensan que el universo no tiene razón de ser sin nuestra presencia, que la vida es una necesidad de nuestro universo. Esta idea es lo que se denomina “principio antrópico” que, frente a su homólogo “principio antrópico fuerte”, que incluye la existencia de una inteligencia que todo lo gobierna, se refiere a un universo regido por las leyes de la naturaleza, las cuales, no obstante, guardan en sí mismas un misterio muy especial: cualquier leve variación de tales leyes haría imposible la vida o, incluso, algunos cambios habrían hecho imposible la existencia misma del universo.

Nuestro universo está definido por una serie de números muy especiales, y una variación del 1% en alguno de ellos tendría consecuencias funestas para la vida, lo cual hace que muchos piensen en la premeditación. El descubrimiento de la constante cosmológica, que hace que la materia no colapse, por un lado, ni que se disgregue, por otro, añadió más valor a la idea de una mente creadora; está ajustada en 1/10120, o sea, que  si se diera una variación del 0,00000000000000000000000000000000000000000000000000000

0000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000000001%, el universo dejaría de ser lo que es…

Con un valor tan preciso, es difícil no caer en la tentación de simpatizar con el principio antrópico. Pero, en la mayoría de ámbitos científicos, considerar la posibilidad de un diseño inteligente está mal visto, así que existe una alternativa: el multiverso. Infinitos universos gobernados por leyes naturales en que se dan todas las combinaciones posibles de ajustes hace que un universo en el que las constantes se combinan con precisión extrema para permitir la vida tal y como la conocemos no sea un milagro, pues es una más entre todas las combinaciones dadas.

Hasta hace muy poco, la idea del multiverso era motivo de burla en ciertos ambientes académicos encantados de haberse conocido. Pero, con el anuncio, hace unas semanas del descubrimiento de lo que podrían ser las huellas de la inflación del universo, la necesidad de pensar el multiverso se hace cada vez más patente entre la comunidad científica.

La teoría de la inflación implica que sólo alcanzamos a conocer una región muy pequeña de una totalidad que jamás atisbaremos. Si imaginamos que vivimos en la superficie de un enorme globo fabricado con parches de colores, a lo que podemos añadir también diferentes tipos de tejido, según se infla más y más, nuestro horizonte se terminará reduciendo al parche que habitamos, y nunca podremos saber que existen zonas de la superficie que tienen otro color, o incluso que están hechas de otro tejido. Es más, ni siquiera sabremos qué son los colores, pues sólo conocemos el nuestro, ni podríamos imaginar qué otro tipo de tejidos podrían existir además del que nos sostiene.

La idea tiene implicaciones filosóficas que pueden incluso acabar con la universalidad del método científico, pero no trataremos aquí de ello, sino de otra trampa vinculada con la vida misma.

Y es que, dado el multiverso, hemos de asumir que haya universos mucho más propicios para la vida que el nuestro, de manera que nuestra mente es incapaz de concebir cómo estos puedan estar configurados, pues su complejidad escapa a las limitaciones de nuestros cerebros. Es más, ni siquiera es posible afirmar que la humana sea la inteligencia más evolucionada en este universo.

No sabemos cuánta inteligencia puede haber esparcida por ahí. Nosotros somos lo más complejo que conocemos, en particular nuestros cerebros. La vida es un misterio, y la vida inteligente otro mayor.

Neurocientíficos como Michael Hoffman explican que la inteligencia humana no es libre de evolucionar, pues hay un límite vinculado a nuestra anatomía. Si el cerebro alcanza un tamaño determinado, la capacidad de las distintas regiones para comunicarse entre sí decrece y comienza a perder eficiencia, y con ella su poder de procesamiento.

Según esto, la naturaleza desarrolló esta forma con el propósito de que la inteligencia orgánica evolucionara, y ha llegado a su límite. El siguiente paso habrá de ser un salto drástico. Para ampliar nuestra inteligencia, ya no podremos depender de la evolución orgánica, sino de la intervención tecnológica. Así piensa, al menos, el filósofo Nick Bostrom.

Y esto ocurrirá en cuestión de décadas. La tecnología está sustituyendo gradualmente nuestras vidas orgánicas de manera imperceptible por una existencia cibernética que culminará en una vida transhumana.

El desarrollo tecnológico ha de permitir computadoras con la capacidad de simular nuestro universo de una forma tan precisa que podrá continuar su evolución en una simulación perfectamente ajustada a las leyes naturales, reproduciendo todas las posibilidades del original. Y, por supuesto, universos más complejos que no alcanzamos a prever.

Matrix

Y he aquí que surge la cuestión que cierra el círculo: ¿no será que ya hemos alcanzado ese punto y somos parte de una simulación en que se recrea el pasado? Entonces, nuestra búsqueda de dios nos lleva a nosotros mismos. O a una civilización extremadamente avanzada que ha creado nuestro universo en una de sus supercomputadoras.

Un círculo vicioso del que no podemos salir. Por mucho que nos pese. Así es la ciencia de hoy, que nos sitúa en las fronteras de la metafísica y nos deja desamparados ante un paisaje muy, pero que muy árido.

Bienvenidos al desierto de lo real.

[author] [author_image timthumb=’on’]https://scontent-a-mia.xx.fbcdn.net/hphotos-prn1/t1.0-9/10150759_10203814865118527_870100052_n.jpg[/author_image] [author_info]Rafael García del Valle: Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca (España). Persigue obsesivamente los misterios de la existencia, actividad que contrarresta con altas dosis de literatura científica para no extraviarse en un multiverso sin pies ni cabeza. Es autor del blog www.erraticario.com Leer sus columnas.[/author_info] [/author]

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