Seguridad Democrática y “falsos positivos”

Antes que terminara su mandato, Andrés Pastrana ya había roto los diálogos de paz con las FARC, para cuya realización la guerrilla exigió, logró y se aprovechó de la desmilitarización de 42.000 Km2 en La Macarena, Mesetas, Uribe y Vista Hermosa, en Meta, y San Vicente del Caguán, en Caquetá. Colombia estaba arrinconada por los asesinatos, los secuestros, el reclutamiento de niños, la violencia sexual, las extorsiones y las demás formas de violencia criminal de las guerrillas, los grupos de autodefensas y la delincuencia común, todos financiados por el narcotráfico; reclamaba reducir la pobreza y generar más y mejor empleo; y anhelaba la posibilidad de unirse fraternamente en torno a la posibilidad de progreso. Y por eso Colombia eligió la mano firme y el corazón grande de Álvaro Uribe Vélez, quien dirigió el país por ocho años a partir del 7 de agosto de 2002.

Durante su gobierno y entre muchos avances, Colombia no solo redujo la pobreza (de 49,7% a 37,2%) y el desempleo (de 16% a 11%), sino también los asesinatos (de 56 a 34 por cada cien mil habitantes), los secuestros (de 255 a 60), los cultivos de coca (de 102.000 a 57.000 hectáreas) y las masacres (de 194 a 39). Con el mismo ímpetu que trabajaba y pedía resultados a ingenieros y contratistas para que terminaran con transparencia y eficiencia obras de infraestructura, Uribe ordenaba tomar medidas de austeridad en la administración pública, consolidar una política de bienestar que concentrara la oferta social del Estado en los más vulnerables, estimular y dar confianza a la inversión generadora de riqueza (pasó de 15% a 22% del PIB y, la extranjera directa, de 2.134 a 6.430 millones de dólares) y más y mejores puestos de trabajo (por eso el PIB por habitante aumentó de 4.909 a 6.326 dólares) y, por supuesto, implementar a cabalidad la política de seguridad democrática. Esto significaba que la Fuerza Pública debía recuperar el control del territorio para consolidar la vigencia de los derechos humanos; no para suprimirlos, mentira perversa que ha explotado el escándalo de los “falsos positivos” y ha sido divulgada por malquerientes del Presidente, activistas profesionales que por naturaleza desconfían del Estado y personas de buena fe que se equivocan en el análisis o creen a esos embusteros.

Los “falsos positivos” o ejecuciones de civiles o personas que participaban en hostilidades y fueron puestas fuera de combate, hechos lamentables que se han documentado en Colombia desde la década de los ochenta del siglo pasado, son delitos atroces cuyos responsables deben ser juzgados y sancionados, cuyas víctimas deben ser reparadas y sobre los cuales merecemos conocer la verdad. Ninguno es justificable y solo uno ya es demasiado grave: acaba una vida, lleva dolor a una familia y los seres queridos y entristece a un país. Ante la amargura de la pérdida, hay que reconocer que estén siendo investigados y juzgados independiente e imparcialmente por nuestros fiscales y jueces como homicidios agravados u homicidios en persona protegida, infracciones graves al derecho humanitario que constituyeron, según la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia y a la luz del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, crímenes de guerra.

Sin embargo, el mito dice que el Gobierno Nacional, en desarrollo de la política de seguridad democrática, promovió esas muertes porque expidió normativa que reconocía o premiaba los éxitos operacionales y la colaboración ciudadana al esfuerzo militar de la Fuerza Pública (e.g. Decreto 1400 de 2006, “por el cual se cre[ó] la Bonificación por Operaciones de Importancia Nacional”, y la Directiva Permanente del Ministerio de Defensa No. 29 de 2005, sobre el “pago de recompensas por la captura o abatimiento en combate de cabecillas de las organizaciones armadas al margen de la ley […]”). La versión ignora deliberada o negligentemente que el supuesto del otorgamiento de esos incentivos era el cumplimiento de la ley, en particular el derecho humanitario: que personas que deshonran el uniforme se aprovecharon de la política no significa que la política estuviera errada.

Sabemos que hubo “falsos positivos” durante la administración Uribe por la seguridad democrática: por una investigación del Ejército Nacional y por decisión de un Jefe de Estado que no renunció a la defensa de la apertura y la transparencia, el mismo que llamó a calificar servicios a 27 oficiales por esos hechos, protegió a simpatizantes y opositores sin distinción, prefirió desmovilizaciones y capturas sobre muertes en combate, nunca cerró las puertas de la paz negociada y ordenó una política de absoluta apertura al escrutinio nacional e internacional, como lo reconoció luego de su visita al país el Relator de las Naciones Unidas sobre Ejecuciones Extrajudiciales, Sumarias y Arbitrarias, cuando también advirtió los progresos de Colombia en seguridad y destacó la receptividad del gobierno. Lamentablemente, algunos imaginan que la firmeza para luchar contra el crimen equivalía a ordenarle a las Fuerzas Militares y de Policía ejecutar una política de asesinatos de civiles inocentes como parte de un ataque generalizado y sistemático.

La exageración de los hechos y el estiramiento de la legislación relevantes por ONGs, organizaciones multilaterales y la Fiscalía de la Corte Penal Internacional se perfecciona con la publicación la semana pasada de cifras no confirmadas por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), que estableció que entre 2.002 y 2.008 hubo no menos de 6.402 “falsos positivos”, a pesar de que la magnitud real de esa práctica abominable solo podrá conocerse después que los fiscales y jueces de la República investiguen y juzguen cada “falso positivo”. No importó que la Fiscalía General de la Nación hubiese registrado 2.248 víctimas de ejecuciones entre 1.988 y 2.014 (muy grave): la JEP llegó a su conclusión a partir de reportes de ONGs (las mismas que han construido y difundido su interpretación sesgada de los hechos desde los últimos años del Gobierno Uribe) porque así lo obliga el acuerdo del Gobierno Santos y las FARC de 2016, firmado primero en La Habana y después en el Teatro Colón de Bogotá. No obstante que esas publicaciones son, conforme la jurisprudencia de la Corte Penal Internacional, evidencia indirecta no corroborada sin valor probatorio para deducir responsabilidad penal, sí sirven para dañar la reputación de un gran gobierno en la historia de Colombia -como dije aquí, una democracia, a pesar de todo- y hacer creer que el Ejército Nacional llevó a cabo una política de asesinato de civiles inocentes liderada por las altas esferas del ejecutivo.

Escribió Marguerite Yourcenar que, tras regresar a Atenas después de la muerte de Antínoo, Adriano mantuvo frente a los cristianos “la línea de conducta estrictamente equitativa que siguiera Trajano […] la protección de las leyes se extiende a todos los ciudadanos”. Cuando buscamos la verdad, la justicia y la reparación en relación con los “falsos positivos”, no olvidemos que los supuestos responsables y los demás ciudadanos, que tenemos garantías judiciales y derecho a recibir información veraz e imparcial, merecemos igual protección de las leyes; quizás así no desprestigiemos injustamente a personas honorables ni a instituciones democráticas reinventando la historia en nombre de la paz.

Miguel Ángel González Ocampo

Abogado del Servicio Exterior de Colombia - diplomático de carrera.

Mis opiniones no comprometen a entidades públicas o privadas.

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