El poder se corrompe cuando se convierte en fetiche, es decir, cuando el poder no significa un vehículo para alcanzar un propósito, sino que es un fin en sí mismo. El triunfo electoral inédito de los sectores alternativos pone en evidencia ese fetichismo en los que estaban acostumbrados a los privilegios del poder del Estado, sin importar el perfil ideológico de ese gobierno. Ese desacomodo es el protagonista en el escenario político actual y será el protagonista en las elecciones locales.
La política como herramienta social de diálogo es, necesariamente, un escenario transaccional; probablemente alguna persona convencida de que la verdad y lo bueno existen como valores omnímodos discrepará con esta visión de la política, pero quienes creemos que esos valores están atravesados por la subjetividad y el contexto político, preferimos la política como escenario de negociación de intereses cuya virtud principal es evitar la guerra, pues si se agota la posibilidad del acuerdo queda la violencia.
Sin embargo, cuando el poder es fetiche, lo que se transa no son los intereses de una colectividad sino el protagonismo, la vigencia de ciertas personalidades que entienden que el poder es importante, solo para tenerlo. La clase política de Colombia es la expresión del fetichismo del poder, personas que sienten que el poder solo sirve para acumularlo y que, cuando no tienen el gobierno, sienten que todo está mal, pero por un asunto de mera identidad porque no son ellos los que lo ostentan. Es decir, no tiene ideología sino identidad, están más preocupados por lo que son – para los otros – que por lo que piensan sobre lo público. Esta relación subjetiva identitaria con el poder desemboca muy rápidamente en violencia, nos han dicho que el paramilitarismo fue una estrategia para combatir la insurgencia cuando su germen es el fetichismo, porque lo crearon – y lo siguen utilizando – para mantener su riqueza e influencia en las decisiones del Estado a toda costa.
Por esta razón la clase política colombiana, bien aceitada, es útil a cualquier propósito: votó la paz Santos y la seguridad democrática de Uribe con igual convicción y disciplina, porque provenían de gobiernos que mantuvieron el privilegio, su comunidad de poder.
Este gobierno ha tenido que mantener – en la lógica transaccional que tiene la política -ese sistema de apariencias. Sin embargo por el protagonismo de advenedizas como Carolina Corcho, Irene Vélez y Francia Márquez, además de la incapacidad de amaestrar mediante esta transacción el ímpetu reformador del gobierno, esa clase política fetichista se esta revelando, su ideología ha sido siempre estar cerca del poder, pero el cambio real que significan las reformas supera su capacidad estética y no son capaces de seguir posando para la foto con un gobierno que les da puestos pero que no deja domar su capacidad de reformar el país.
La gran virtud de los gobiernos alternativos es que ponen en evidencia que las diferencias radicales entre los políticos son solo de tono, de color de camiseta, como hemos visto en Medellín con el Uribismo y el Fajardismo.
El fetichismo es el que impulsa la revancha, por un asunto más identitario que ideológico ahora en Antioquia se juntan políticos de “todos los colores” bajo la egida del “antipetrismo” para constituir al departamento en una trinchera de la revancha. Su único argumento es que no son Petro, o mejor, que Petro no es – por primera vez hace mucho tiempo – uno de ellos.
Entregarle el departamento a la revancha fetichista nos pone como antioqueños en el peor de los escenarios, pues nos convertimos en la carne de cañón de una disputa revanchista. Los Antioqueños merecemos más.
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