Redes sociales: entre desinformación y democracia

La opción que los regímenes como Rusia intentan imponer sobre Europa es la decisión de abandonar sus principios y cerrarse, al mismo tiempo que divide a la población y debilita la confianza en las instituciones democráticas.


Una de las maravillas de las últimas décadas es la extraordinaria capacidad que hemos logrado como especie para comunicarnos. Si tomamos la formulación espacio-tiempo como marco, confirmaremos que el espacio se ha achicado y sólo tenemos que gestionar el tiempo para poder relacionarnos, investigar, aprender y trabajar a través de la red. Ni siquiera es necesario tener una computadora en todo momento, sino que algunos oficiamos nuestras vidas desde la palma de la mano. Las redes sociales nos han liberado de barreras que limitaron a nuestros padres y nuestro rango de acción sigue creciendo conforme pasan los días. Hoy, medios como Instagram, Twitter y Facebook nos han dado consuelo mientras el mundo atraviesa una pandemia que nos ha aislado como nunca antes. No sorprende, entonces, que el documental El dilema de las redes sociales (dir. Jeff Orlowski) presentado en Netflix haya causado tanto furor por su dura crítica a la tecnología que nos interconecta y el modelo de producción que la soporta. Más allá de las críticas, incluyendo aquellas con las que concuerdo, hay algo de profunda importancia que vale rescatar en el contexto de nuestros valores liberal-demócratas.

El documental atribuye al auge de las redes sociales una colección de malestares sociales: afectaciones a la salud mental, manipulación, adicción, desinformación, violación a la privacidad, polarización política, entre otras cosas. Uno de los puntos del director es cómo, a diferencia de otras herramientas que son pasivas y esperan a ser utilizadas por nosotros, las redes sociales están diseñadas para llamar constantemente nuestra atención y mantenernos mentalmente atraídos a ellas. Notificaciones, likes, invitaciones y demás características exigen atención, distrayéndonos y volviéndonos cada vez más dependientes de ellas. Todos reconocemos ese momento en que vamos a ver la hora en el teléfono, vemos las notificaciones, quizás entramos un momento a alguna red social, pero al dejar el celular nos preguntamos… ¿Qué hora era? Para algunos, se argumenta, puede llegar a ser mucho peor.

Más allá de las falencias mediáticas de las que sufre la película, especialmente en su uso de dramatizaciones, lo que documenta es en gran medida cierto y es un problema político de proporciones históricas. No sin razón durante la última década los gobiernos de Estados Unidos y la Unión Europea (UE) han empezado a librar batallas informáticas contra los enemigos del liberalismo que incluyen incursiones en las redes sociales. El caso de la interferencia del gobierno ruso en las elecciones estadounidenses de 2016, que resultaron en la presidencia de Donald Trump, es uno de los más reconocidos. Lo que argumento en contra del documental no es su muy justa alarma frente al desafío de un mundo que, por su interconexión, es más fácil volatilizar y manipular, sino su sugerencia de directamente regular estas empresas que, en el contexto político-ideológico de las relaciones internacionales, podría ser un error estratégico de magnas consecuencias.

El documental presenta muchos impactos considerables de las redes sociales en nuestra cultura, pero me centraré en uno que es, irónicamente, uno de los puntos más criticados por algunos dada su presunta exageración. Se repite con relativa frecuencia en la película: la democracia está en peligro. Si bien el documental hace bien en recordarnos que nada es perfecto, inclusive aquello que tanto asiste nuestras vidas, no me pareció acertado en los detalles, especialmente en la forma en que presenta la amenaza a la democracia como una conspiración corporativa que se remedia con su pronta regulación. Más allá de las opiniones al respecto, la crisis del liberalismo internacional ha estado a la vista desde hace al menos dos décadas en el estudio de las relaciones internacionales. Un factor que cada vez se hace más relevante para el futuro de esta forma de estructurar nuestra sociedad es la desinformación, que gracias a las redes sociales se ha convertido en una verdadera hidra lernea.

La desinformación es un arma antigua. Desde Genghis Khan promulgando falsas noticias de la brutalidad de sus hombres para esparcir el miedo en sus enemigos hasta las active measures soviéticas para manipular las percepciones de los países occidentales, la desinformación no es en lo más mínimo algo novedoso. Lo nuevo es su inmediato alcance. En 2016, durante las elecciones presidenciales de Estados Unidos, desinformación financiada por el gobierno ruso alcanzó 126 millones de americanos en Facebook, casi un tercio de la población de ese año, con más de 80,000 historias esparcidas por usuarios. Este último punto es significativo, porque al menos en Twitter, MIT encontró que la llamada fake news se transmite 6 veces más rápido gracias a los mismos usuarios que información veraz. Estados Unidos, el país de mayor alcance e influencia del mundo, con una capacidad de vigilancia de 17 agencias de inteligencia, vio la integridad de sus elecciones en peligro. Este no es el único caso.

Desde 2014, los procesos electorales de Polonia, Alemania, Bulgaria, Francia, República Checa, Letonia, España y más países han sido afectados, incluyendo las recientes elecciones parlamentarias de la UE. El siguiente punto es el más importante: ninguna de estas interferencias de agentes hostiles hizo algo ilegal necesariamente o hackeó a los usuarios. Esta interferencia se hizo a través de los mismos medios por los que cualquier otra entidad, sea estatal o privada, accede a esta influencia: utilizando los datos de usuarios que proveen las redes a sus clientes. Aquí regresamos a la preocupación del documental, el del uso que estas empresas dan a los datos de sus usuarios, pero el problema va más allá. Las metas de estas campañas de regímenes adversarios se han hecho bastante claras. Por un lado, buscan desestabilizar y polarizar a la sociedad civil, cosa que han logrado con relativo éxito. En efecto, los fenómenos de euroescepticismo, anti-americanismo y el auge de los movimientos de extremistas, tanto de izquierda como de derecha, han sido conectados a la interferencia del gobierno ruso. Por otro lado, pone en jaque a las instituciones democráticas, porque toma su mayor fortaleza, su apertura y libertad, como una debilidad. La opción que los regímenes como Rusia intentan imponer sobre Europa es la decisión de abandonar sus principios y cerrarse, al mismo tiempo que divide a la población y debilita la confianza en las instituciones democráticas.

Esta falencia está siendo abusada precisamente por aquellos que sí regulan directamente sus economías para capturar estas capacidades. Los regímenes de tendencias totalitarias como Rusia y China, han activamente “cerrado” el internet dentro de sus fronteras. Controlan el flujo de información interna no sólo, como se sabe, para manipular a sus ciudadanos, sino para protegerse de ataques externos. La democracia liberal, precisamente porque es abierta, es vulnerable. La UE, desde mediados de la década pasada, ha estado desarrollando una multitud de iniciativas supranacionales que han culminado en la integración de una estrategia de defensa contra la desinformación. Entre sus medidas, está una alianza entre los gigantes tecnológicos Google, Facebook, Twitter, Mozilla y Microsoft, junto con representantes de la industria de la publicidad, para con un Código de Prácticas acordado, comprometerse a trabajar juntos para combatir la desinformación y defender la sociedad libre. Por eso habrán notado que las redes cada vez más aplican medidas de transparencia a la información que se comparte en ellas, incluyendo en las publicidades, por ejemplo, quién las paga o qué medios de comunicación en realidad son financiados por Estados y por ende representan una potencial fuente de desinformación. Esta estrategia, junto con medidas para incrementar el enfoque educacional de la UE en alfabetización mediática y reformas a la protección de datos ciudadanos, le apuesta a una sociedad civil lo suficientemente informada y consciente como para que, por sí misma, en cooperación con las empresas y las instituciones políticas, pueda defenderse sistémicamente contra estos ataques.

Reminiscente a la idea republicana de resistencia institucional, este es tan solo un caso ilustrativo del nivel de complejidad histórica que representan estas tecnologías y la innovación necesaria para defender nuestra forma de vida. Por este motivo, es absolutamente necesario no descalificar las problemáticas de las redes sociales. Debemos poner esta discusión en el contexto más apropiado y dialogar. Cuando no dialogamos una problemática y nos encasillamos en una posición ideológica prestablecida, corremos el riesgo de que se tome una decisión sin nosotros, el soberano. En este sentido, El dilema de las redes sociales se queda corto en su enfoque y pobre en sus recomendaciones. Esta perspectiva internacional es más útil porque se ajusta a las proporciones históricas de estas redes y su impacto en nuestros valores e instituciones. Se ha dicho que los datos son el nuevo petróleo, tanto por su capacidad de generar riqueza como por su condición estratégica. Mas, a diferencia de la industria petrolera, que permanece en gran medida en el trasfondo de la sociedad y sólo en el contexto del cambio climático volvieron a las primeras planas, las redes sociales son parte de la vida diaria, tanto en términos personales como profesionales. Pero, así como la industria del petróleo se vio obligada a cooperar con los gobiernos para garantizar la supervivencia de sus Estados, así también las redes sociales y demás empresas que trabajan con nuestros datos. Ha de haber cooperación porque su influencia es demasiado grande, inmediata y volátil como para no tener coherencia estratégica, pero deberá de retener una prudencial distancia, porque un acercamiento por parte del Estado no bien manejado, en conjunción con otros desarrollos históricos ya en marcha, podría poner en peligro mucho más de lo que imaginamos.

Juan Diego Borbor

Licenciado en Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales y máster en Seguridad Internacional. Consultor de gestión de riesgos sociales y sostenibilidad para industrias extractivas.

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