Por sus obras los conoceréis

La saludable separación entre el Estado y la Iglesia le garantiza a esta última tener la libertad necesaria para cuestionar cuantas veces sea necesario al Estado, la Iglesia no puede convertirse en el comité de aplausos del gobierno de turno, por el contrario, debe ser la voz de las comunidades en las que hacen presencia y que tantas veces han sido vulneradas, silenciadas e ignoradas.

La semana pasada se dieron a conocer unas declaraciones del Arzobispo de Cali, monseñor Darío Monsalve, durante la quinta asamblea  de la Comisión Étnica para la Paz y Defensa de los Derechos Territoriales que se llevó a cabo de forma virtual. En ellas el prelado expresó sus preocupaciones frente a los retrocesos que ha tenido el actual gobierno en  la búsqueda de una salida negociada al conflicto con la guerrilla del ELN y en la consolidación de los acuerdos que se lograron con las FARC.

Sus palabras fueron las siguientes: “Desde los comienzos de la campaña electoral, se sentía un espíritu de venganza contra el Gobierno Santos que vislumbró estos procesos, un espíritu de venganza contra el pueblo que los acompañaba y, lo más grave, una venganza contra los mismos excombatientes o exguerrilleros de las Farc que se acogieron al proceso. Una venganza genocida para desvertebrar, desmembrar completamente la sociedad, las organizaciones sociales y la democracia en los campos y en los territorios en donde, según se enfoca, tenía o tiene influencia las organizaciones subversivas.”

Como era de esperar, esto no cayó bien en las altas esferas políticas y eclesiásticas  que de inmediato le exigieron al Arzobispo una rectificación, inclusive algunos han llegado a solicitar su traslado de la sede apostólica que ocupa. En medio de la algarabía que se formó lograron que la Nunciatura, la embajada del Papa en Colombia, emitiera un comunicado donde desautoriza a monseñor Monsalve y aclara la posición oficial de la Santa Sede frente a los procesos de negociación  que se han venido adelantando en nuestro país. Sería muy deseable que con la misma indignación, vehemencia y repercusión se respondiera a otras problemáticas sociales que afrontamos los colombianos, como la violación sistemática a los derechos humanos de las minorías, el despojo de tierras a los campesinos y el asesinato de líderes sociales.

Es bien sabido que en las zonas del territorio nacional a las cuales el Estado no ha podido llegar o permanecer, ha sido la Iglesia Católica quien hecho presencia institucional y se ha encargado de suplir las necesidades básicas de la población y en muchos casos la han defendido de los actores armados que constantemente la amedrentan. Por eso históricamente se ha recurrido a la Iglesia para que actúe como mediadora en los diversos procesos de diálogo social que se han llevado a cabo en nuestro país.

La saludable separación entre el Estado y la Iglesia le garantiza a esta última tener la libertad necesaria para cuestionar cuantas veces sea necesario al Estado, la Iglesia no puede convertirse en el comité de aplausos del gobierno de turno, por el contrario, debe ser la voz de las comunidades en las que hacen presencia y que tantas veces han sido vulneradas, silenciadas e ignoradas. Así las cosas, podríamos decir que las declaraciones del Arzobispo fueron un desacierto diplomático, pero no pastoral.

Sería osado asumir que existan personas que no quieran la paz, teniendo en cuenta el desastre humanitario que ha representado el conflicto armado para nuestro país. Sin embargo, podríamos analizar la coherencia de las acciones de unos y otros utilizando un método propuesto por Jesús en el evangelio “por sus frutos los conoceréis.” Mt 7, 16

Mientras que algunos, como monseñor Monsalve, se remangan la camisa, van a los comunidades, hablan con la gente y promueven la cultura de la paz, se les tilda de revoltosos e “incendiarios” por el hecho de manifestar públicamente sus preocupaciones por los incumplimientos al acuerdo final con las FARC, los ataques a los  mecanismos  pactados como la JEP, la Comisión de la Verdad y la UBPD,  la casi nula  implementación de la reforma rural integral, la reincorporación a medias de los excombatientes de las FARC a la vida civil y visibilizan  las vidas que se han perdido luego de la firma del Acuerdo de Paz, que puede catalogarse como un genocidio, 460 líderes sociales y defensores de derechos humanos y 216 excombatientes. ¿Será que la defensa de la vida y la dignidad de la misma es una preocupación exclusiva de la izquierda?

Por su parte, otros insisten en una política de “Paz con Legalidad” que tras casi dos años de entrar en funcionamiento no ha producido mayores resultados, esta propuesta pone en evidencia la escasa voluntad del gobierno y sus funcionarios para negociar con grupos armados ilegales, además sirvió para reencauchar la peligrosísima negación del conflicto armado, sin duda alguna es una política totalmente desconectada de la realidad  que afrontan los habitantes del territorio. Si ha servido para facilitar el resurgimiento y fortalecimiento de grupos armados, para aumentar el despojo de tierras y la resiembra de cultivos ilícitos. Estas políticas se ven respaldadas mayoritariamente por una especie de aristocracia cristiana, que pide enérgicamente una respuesta armada y violenta para hacer frente a los  grupos insurgentes y que lejos de buscar instaurar los valores evangélicos de la justicia, el perdón y la paz parecen encubrir un deseo de venganza.

No esperamos mucho de la Paz porque no sabemos lo que significa, la hemos reducido al debate ideológico de egos políticos contrapuestos. La Paz está por encima de  esto, no solo es la superación de la confrontación armada y la firma de unos acuerdos, es la oportunidad que tenemos como sociedad para repensarnos y crear nuevas formas de ser ciudadanos y de dialogar entre nosotros, admitiendo el disenso y la construcción desde la diferencia, bases fundamentales para una verdadera democracia.

 

 

Daniel Bedoya Salazar

Estudiante de Filosofía UdeA
Ciudadano, creyendo en la utopía.

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