Peligrosa censura de las Big Tech

Hay que diferenciar entre las simpatías que se pueda o no tener por Trump y sus políticas y la calificación que se haga sobre la decisión de las grandes compañías de tecnología, las llamadas Big Tech, de cerrar las cuentas en las redes sociales de un presidente de un estado democrático y de varios miles de sus simpatizantes. Que la sombra de un árbol, que genera tantos amores como odios, no nos impida ver el bosque.

Muchos han sostenido que como las Big Tech son compañías privadas estaban en su derecho de cerrar a discreción el acceso a sus plataformas a algunos de sus usuarios y que ese derecho es aún mayor porque el uso de estas redes es gratuito. 

Por un lado, es cierto que los usuarios de las redes no pagamos dinero por acceder a ellas. Pero si generamos información, con frecuencia recolectada sin nuestro consentimiento. Las compañías se lucran de esos datos y de compartir con terceros el acceso a esos usuarios y a esa información. La relación entre compañías y usuarios es de mutuo beneficio y es cuestionable que la parte que está en la posición prevalente en la relación pueda arbitrariamente poner fin a ella.

Por el otro, las Big Tech son compañías privadas de tecnología, claro, pero no son solo eso. Algunos de ellas, las que manejan redes sociales, son, de hecho, medios de comunicación. En el mundo contemporáneo, incluso mucho más poderosas e influyentes que los medios tradicionales. Por tanto, su regulación debería ser similar a las de esos medios, no solo la usual de una empresa privada que hace lo que quiere de acuerdo con las condiciones de uso de su espacio.

La regulación de los medios de comunicación, medios que en las democracias en su inmensa mayoría son empresas privadas, está determinada por los derechos de pensamiento y expresión, reconocidos en los tratados de derechos humanos, que incluyen «la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras», derechos que «no pueden estar sujetos a previa censura sino a responsabilidades ulteriores, las que deben estar expresamente fijadas por la ley» y que no se pueden restringir «por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares […] o por cualesquiera otros medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones». Es verdad que cuando se ratificaron esos tratados no existían los medios digitales ni las redes sociales, pero las normas son aplicables por analogía.

Después de convenir en que las redes no pueden caprichosamente eliminar usuarios (en Europa hay varios casos donde los tribunales han obligado a las compañías a reincorporar usuarios excluidos), se podría alegar que los tratados de derechos humanos también establecen límites, entre ellos «toda propaganda en favor de la guerra y [… las] incitaciones a la violencia». No puede ser de otra manera. Los medios de comunicación, los tradicionales y las redes sociales, no pueden ser instrumentos de apología del odio y la violencia. Pero la calificación de una expresión como incitación a la violencia no puede ser caprichosa o arbitraria. La incitación debe ser clara, expresa, manifiesta, inequívoca, y no resultado de lecturas subjetivas o partidistas de lo expresado. Y ciertamente no puede haber varas distintas. Mantienen sus cuentas de Twitter jefes de estado de regímenes autoritarios como Díaz Canel de Cuba, Maduro o el gobierno chino, por ejemplo. Solo el viernes se cerraron las de criminales como Márquez o Santrich. Y no sobra recordar que esa red había censurado una publicación del New York Post sobre actividades grises del hijo de Biden y que, en cambio, se ha negado a bloquear a los negacionistas del Holocausto. Ese doble estándar pareciera dar razón al argumento de quienes indican que Twitter aplica sus políticas basado en preferencias ideológicas o partidistas, censura a los conservadores y es tolerante con los «progresistas».

En cualquier caso es muy preocupante que sean las plataformas tecnológicas las que «decidan quién debe y quién no debe tener voz», como dijera un Ministro británico. Como resalto con precisión Angela Merkel a través de su portavoz, la libertad de expresión solo puede restringirse «de acuerdo con la ley y dentro de un marco definido por los legisladores», basada en estándares internacionales agrego yo, y en todo caso no «por decisión de los administradores de las plataformas de redes sociales». No es aceptable que la decisión la tomen Zuckerberg, de Facebook, o Dorsey, de Twitter, caprichosamente. Ahora, como también es muy peligroso dejar la regulación en manos de los gobiernos, valdría la pena explorar la constitución de consejos reguladores independientes, como los que existen en varios países europeos para la prensa escrita. 

En fin, estamos en una paradoja: las redes sociales democratizaron la información y dieron voz a quienes no tenía acceso a los medios. Pero hoy son muy poderosas, más grandes y ricas incluso que muchos estados, y parecen estar deviniendo en gigantes sin regulación, sin control, sin supervisión, sin contrapoder. Si además censuran, si silencian determinados contenidos y emisores, si se alinean por motivos ideológicos y partidistas, sin las debidas garantías, sin un control independiente, terminarán siendo liberticidas.

El precedente es «peligroso», según reconoce el mismo Dorsey, CEO de Twitter. Si censuran al presidente de la primera potencia mundial, ¿qué harán con cualquier de nosotros, ciudadanos del corriente?

Rafael Nieto Loaiza

Impulsor de la Gran Alianza Republicana. Abogado, columnista y analista político. Ex viceministro de Justicia.

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