Después del periodo de aislamiento preventivo los esfuerzos del gobierno nacional y los gobiernos locales se han centrado en la reactivación económica del país. No obstante, en medio de esta dolorosa oleada de violencia que nos ha arrebatado la vida de decenas de compatriotas, como sociedad deberíamos empeñarnos en buscar espacios de dialogo y reflexión que nos permitan llegar a consensos para comenzar una reactivación moral.
En términos muy generales y recurriendo a su etimológica clásica podemos decir que moral hace referencia a todo aquello relativo a las costumbres de una persona o de un grupo humano. Así las cosas, la moral tiene un componente practico fundamental, pues el sistema de valores y los principios de una sociedad pueden encontrarse explícitamente en su cotidianidad, en la forma como viven sus ciudadanos, cuáles son las motivaciones que orientan sus acciones y cómo establecen sus juicios sobre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo justo y lo injusto.
¿Qué podríamos decir entonces de la moral de la sociedad colombiana? Somos un país que soporta con resignación la corrupción de las instituciones del Estado, la ineptitud del gobierno, los abusos de autoridad de la fuerza pública, la pobreza y miseria de miles, la riqueza obscena de unos pocos, la estigmatización de activistas y líderes sociales, los discursos de odio y las políticas de muerte que quieren sabotear la implementación de los acuerdos de paz y de cualquier otro proceso que busque una salida dialogada y no violenta a los conflictos que vivimos. “Oh tempo, oh mores!” (¡Oh tiempo, oh costumbres!) así podemos lamentarnos junto con Cicerón, que dijo esta frase tras descubrir el intento de Catilina por asesinarlo, desvelando la decadencia de su tiempo.
Heredamos de los conquistadores, leguleyos y curas, una concepción de la moral retorcida, mojigata, con un doble rasero que nos lleva a indultar los errores propios y a condenar con vehemencia los ajenos. A este desastre fundacional le debemos sumar las dolorosas décadas de un conflicto armado interno que nos ha desangrado y que ha hecho de la violencia, la corrupción y la muerte el pan de cada día, tanto así que hemos perdido la capacidad de asombro ante estos hechos y los hemos normalizado como parte de nuestro diario vivir. Optamos por refugiamos en puntos comunes, en un ideal del colombiano alegre, buena gente, emprendedor y empático, cuando lo que vemos en ocasiones como las que vivimos durante esta semana sale a relucir todo lo contrario: el egoísmo, el fanatismo político, la sed de venganza, la indignación selectiva y un silencio cómplice que consterna.
La renovación moral que propongo no consiste en encumbrar a algunos ciudadanos en la cima de la moralidad para que puedan verlo todo y señalar inquisitoriamente las equivocaciones de los demás. De lo que se trata es encontrarnos todos en un mismo nivel para poder contemplar al otro como un igual, capaz, como yo, de hacer cosas muy buenas, pero también cosas muy malas, y así romper con cualquier pretensión de superioridad moral. Debemos comenzar por sentirnos parte de esta sociedad que ha sufrido la violencia por parte de múltiples actores, quizá alguno de nosotros ha participado directa o indirectamente de estos hechos, de allí la necesidad de reconocer que nuestras acciones, por pequeñas que parezcan, tienen repercusiones, para bien o para mal. Por ello, es importante revisar, cuestionar y, de ser necesario, transformar nuestras costumbres y formas de vivir en aras del bien común, reconociendo en esto también el bienestar propio.
Ojalá esta “nueva normalidad” sea la ocasión para avanzar decididamente hacia la paz y la reconciliación de Colombia, donde, por medio de expresiones concretas, podamos sanar y cohesionar nuestro tejido social, comprendiendo de una vez por todas el valor sagrado y la dignidad de todas las vidas. Sueño con una “nueva normalidad” donde los civiles no continúen siendo asesinados por policías y militares; donde la vida valga mucho más que una pared pintada o un vidrio roto; donde a la víctimas vean plenamente garantizado su derecho a la verdad, a la justicia, a la reparación y a la no repetición; donde el Estado y sus instituciones recobren la legitimidad y la confianza por parte de la ciudadanía al cumplir con su deber constitucional de proteger la vida, especialmente las vidas diversas, marginales y vulnerables; donde ya no sea necesario salir a marchar cada tanto para reclamar nuestros derechos fundamentales y los niños y niñas solo conozcan la guerra en los libros de historia; donde cada vez necesitemos más bibliotecas y parques y menos CAI y batallones. En ultimas, una “nueva normalidad” donde veamos florecer la vida que cultivamos y cuidamos juntos.
Comentar