Allá, al igual que acá, cada uno te habla del mismo hecho desde perspectivas tan diferentes cuando están en dos lugares lejanos en el espectro ideológico, que uno no sabe si están refiriéndose a distintas naciones, tiempos o circunstancias
Ahora que se está hablando del tema de las marchas en las democracias con mayor calma que durante los eventos, creo que puedo contar con la distancia debida cuales fueron mis percepciones cuando viajé a Chile las pasadas vacaciones. Este período pasado de varios meses desde el viaje y unos más desde las protestas en ese país, siento que es un buen tiempo de reposo para tratar de abordar esta cuestión con más calma. En este caso prefiero contar anécdotas de este y otros viajes anteriores a ese país y que el lector mismo concluya.
Yo había visitado Santiago unos meses antes de la visita del Papa a Chile en plena dictadura, recién graduado como abogado. Recuerdo que en ese tiempo a las 9 de la noche el gerente había tocado mi puerta para preguntarme si estaba enfermo porque llevaba encerrado desde las seis (yo venía del Medellín de mediados los ochenta), y casi me obligó a salir a caminar por el centro y a no volver antes de las dos de la mañana. Fue una experiencia maravillosa y novedosa, que aunque se hizo más intensa días después en Buenos Aires y un año más tarde cuando fui a vivir a Madrid, fue para mí la puerta a ese mundo de la ciudad habitable y que se puede recorrer sin mirar hacia atrás todo el tiempo con precaución, experiencia que yo no conocía.
Años después, instalada la democracia, había ido a entrevistar a Arturo Aylwin hermano del expresidente, quien era el Contralor General, para la Revista Sindéresis de la Auditoría General, que habíamos fundado por esos años ocupada de temas anticorrupción. Luego de la entrevista, en la que me dejó verde de envidia cuando me contó cómo la gente no odiaba a los políticos en ese país ni los consideraban corruptos, el personaje me invitó a almorzar y salimos caminando del palacete donde trabajaba, solos y por la puerta principal. Yo, que venía de la Colombia de la época del Caguán, miraba a ambos lados al salir y el amable anciano me preguntó si venía acompañado y buscaba a alguien para también invitarlo, y le tuve que confesar que estaba buscando a los escoltas. Su carcajada fue sonora, pues fuimos al restaurante como quien camina por un pueblo pequeño, saludando caminantes sin que pasara absolutamente nada, y yo me sentí como en el Truman Show, ratificando mi idea de Santiago como ciudad habitable, próspera, pacífica y gobernable.
La tercera visita en 2012 fue para entrevistar emigrantes colombianos, cuando Chile se volvió el nuevo destino de llegada, y encontré a unos compatriotas muertos del frío pero fascinados con el Estado del Bienestar al que habían arribado. En el Santiago de entonces concluí para mi estudio que cualquiera de nuestra nacionalidad conseguía trabajo en menos de dos días y mandaba a la familia una buena cantidad de divisas con poco esfuerzo, siendo además muy bien tratados por sus empleadores. Yo mismo hice la fila con la monja francesa que se ocupaba de emplear indocumentados, para inscribirme para empleo sin papeles y ver si era cierto, y me llamaron al siguiente día, un poco tristes porque les dije ya había conseguido. Las calles seguían siendo bellas y tranquilas, y todos los chilenos con los que hablé estaban muy orgullosos de la manera en la que la concertación de partidos de izquierda había gobernado el país desde la transición sin interrupción, creando una gran clase media sin frenar el bienestar económico. Por tercera vez sentí envidia antipatriota, es la verdad.
Pero para esta nueva visita de 2019 todo había cambiado. Lo primero que hay que decir es que muchos de los hoteles del centro, en los que suelo hospedarme en todas partes, estaban cerrados por estar en medio de las confrontaciones, pues quemaron alguno antes de mi llegada y se tomaron otro mientras estuve allá. Ni los amigos chilenos simpatizantes de las marchas, que me habían aconsejado incluso no cancelar el viaje, me recomendaban ir por allí siquiera, sobre todo me recomendaban la plaza de Italia, centro de la protesta que aún no había acabado.
Efectivamente encontramos mi familia y yo el centro de la ciudad totalmente cambiado. Parecía una de esas películas apocalípticas de Hollywood en la que muestran a Los Ángeles convertido en una barriada en un futuro remoto, Las calles estaban llenas de tanquetas militares pintadas, las tiendas cerradas, había grafitis de odio sin medias palabras en las paredes hasta de las iglesias edificios envueltos en cubiertas de madera o metal para protegerlos, pocas personas, y un ambiente general como de posguerra.
Pero decidimos ir en el carro alquilado igualmente hasta la plaza Italia, en la que nos detuvieron brevemente unos pocos manifestantes, pero solo para dar paso a otros carros, ya que los semáforos estaban destruidos. A continuación fuimos al observatorio más alto de Latinoamérica, en el centro comercial, a propósito con los precios más caros de todo el continente sur, y nada parecía estar fuera de lo normal. Sin embargo ese mismo día que lo visitamos y se veía todo “tan capitalista”, salió en las noticias y redes que a una congresista en una tienda de una famosa cadena transnacional de ese centro comercial los empleados se negaron a dejarla comprar por ser de derecha y lograron que la expulsaran del lugar, advirtiéndole que ellos no atendían ni a carabineros ni a fachos.
En síntesis, en todo el país había lo que en Colombia llamamos una “calma chicha”, que ocultaba una gran preocupación por parte de los habitantes sobre el futuro de la hasta hace pocos meses para muchos orgullosa nación latinoamericana del progreso y de la justicia social. Incluso en Puerto Montt, en la mitad del país, vimos muy tensa la situación, pero en la turística Puerto Varas vecina parecía como si nada hubiera pasado. En Punta Arenas al sur todo parecía calmado y hasta hicimos un tranquilo tour para ver pingüinos. Pero leyendo la prensa al regreso, vimos que un bar turístico había sido tomado por manifestantes y destruido la noche anterior, a media cuadra de nuestro céntrico hotel (de dueños colombianos), dejando en la ruina a unos pequeños empresarios que no entendían que mal habían hecho para perder los ahorros de toda su vida.
Igualmente en Viña del Mar todo parecía en paz y pasamos allá la Navidad, visitando Con-con, Papudo y otras playas de turismo caro que estaban repletas de turistas a pesar del mar helado, y en las que abundan los apartamentos de lujo y hasta algunas casas costaneras con helicóptero en el jardín posterior y yate al frente. Pero tampoco en Viña tomamos hoteles del centro, porque los vimos cubiertos de maderas protectoras, y no nos recomendaron ir al vecino Valparaíso, al que hicimos solo una visita panorámica, en la que percibimos algo parecido a lo del centro de Santiago, siendo esta en otros tiempos una ciudad turística infaltable. Lo que sucedió luego en Viña cuando incendiaron un famoso hotel donde se hospedaban los cantantes siempre seguro tomó por sorpresa a los habitantes porque ellos pensaban que vivían en una isla de todos esos problemas, salvo por la vecina Valparaíso.
En síntesis, eran como dos países en uno solo, y como yo no iba en plan politológico me limité a escuchar lo que la gente decía sin hacer casi preguntas y eso es lo que cuento en este artículo. Pero allá, al igual que acá, cada uno te habla del mismo hecho desde perspectivas tan diferentes cuando están en dos lugares lejanos en el espectro ideológico, que uno no sabe si están refiriéndose a distintas naciones, tiempos o circunstancias, como en la “Dimensión Desconocida” de la televisión en blanco y negro de mi infancia.
Los de derechas te dicen que fue una minoría bullosa y destructora la que armó los alborotos, animada por políticos que perdieron las elecciones y financiada directamente por la dictadura venezolana de Maduro, con cuyo dinero se quemaron las estaciones del metro, de lo cual dicen hay pruebas y videos. Además citan cifras de fuentes internacionales sobre los resultados del milagro económico chileno creado desde tiempos de Pinochet, de la enorme clase media que se creó gracias a ello, y del carácter barbárico y casi animal de las protestas.
Los de izquierda, en cambio, afirman que es magnífico lo sucedido porque el noventa por ciento de la población apoyó las protestas, y porque la injusticia es rampante, además de totalmente necesario el llamado “Estallido Social”, como han bautizado a todo el proceso. Ellos insisten en que fueron los militares los que mandaron quemar las estaciones de metro, señalando también como los anteriores que existen pruebas de ello.
Un sacerdote amigo organizó charlas para que se desahogara la gente en los barrios más afectados de Santiago, y contó que los jubilados confesaban estar recibiendo menos de una cuarta parte de su sueldo, aunque mantenían una apariencia de normalidad por vergüenza social, y que por eso apoyaban las marchas. Otros en cambio, veían que todo aquello solo estaba perjudicando a los más pobres, mientras que los más ancianos que habían vivido la dictadura permanecían silenciosos en las reuniones, temiendo lo peor como había pasado en los setenta.
Los amigos colegas con los que me reuní eran todos profesores de izquierda que apoyaban el proceso social, y me querían regalar emocionados adornos de imán para la nevera con fotos de la plaza de Italia tomada, que parecía una escena del musical Los Miserables. Me contaban que se sentían orgullosos del trabajo de concientización que habían hecho con sus estudiantes por más de veinte años para llegar por fin a este justo reclamo, y que animaban a sus hijos recién graduados de abogados para representar a las decenas de manifestantes jóvenes que habían quedado ciegos por las balas de los antimotines. No les quise preguntar directamente por qué cuando gobernaron su familiares (pues yo tenía ese dato) no habían podido cambiar las cosas, pero cuando lo insinué me dijeron que la democracia había estado controlada y vigilada todos esos años.
Con mis amigos de derecha ricos no pude hablar porque se fueron a viajar por Asia, mientras se arreglaban las cosas, pero los amigos de derecha de clase media me dijeron que fueron las decisiones de Bachelet sobre el pago de la universidad hasta para los ricos y otras decisiones populistas las que estancaron la economía y crearon esta situación. Dicen que justamente fue el partido comunista, con su gran departamento de propaganda socialista, el que aprovechó la situación para crear caos, buscando cambiar la Constitución desde cero y derrocar al presidente para poner un líder comunista del Senado, y que así lo están planeando para marzo. No les gusta lo que llaman la falta de pantalones de Piñera pero creen que debe quedarse hasta el fin y pensaban votar contra la reforma de la Constitución, con la confianza de que no se apruebe la convocatoria, porque creen que la población está cincuenta por ciento a favor y cincuenta en contra.
Dejé Chile con los mismos interrogantes que tendrá el lector en este momento, y nos fuimos a Buenos Aires, donde un nuevo gobierno de izquierda, dicen sus habitantes, ha evitado un estallido social parecido, aunque la situación económica de Argentina es realmente dramática en comparación. Da para otro escrito, pero debo decir que memoricé cada esquina que pude de esa ciudad esplendida, pacífica y vibrante, porque no sé si en un futuro próximo la encontraré igual que como vi a Santiago en mi cuarta visita, por este torbellino de cambios sociales que está viviendo Latinoamérica.
Via: El Mundo.