Los que cavan trincheras saben que solo tienen dos lados

(EFE)

Puede ser que se esté desmoronando el neoliberalismo. Las reuniones del G-20 ya no son un encuentro de arrogantes ni sus gurús cacarean con la misma solvencia. Donde aguanta, lo hace a tiros y represión o, en el mejor de los casos, con mentiras. Como si tuvieran prisa. Ni los científicos con sus proyecciones climáticas, ni las aseguradoras con los escenarios catastróficos, ni los centros de pensamiento independiente analizando cómo salimos de la COVID-19 le auguran un gran porvenir.

Pero si pensamos que se va a marchar sin dar zarpazos los golpes serán más dolorosos. Los fascismos, como cualquier expresión autoritaria -reciba el nombre que reciba según cada país y según el momento histórico-, tienen su momento de gloria en momentos de crisis. El fascismo es un grito de ¡Sálvese quien pueda!, que articula un nosotros identitario y excluyente –la manada que está dispuesta a matar para vivir y se reconoce- y que toma la decisión de justificar -y actuar en consecuencia- ante el hecho de que no cabemos todos en el bote salvavidas. Aunque sea mentira.

En España, la CEPYME, la principal confederación de la pequeña y mediana empresa acaba de reconocer que la globalización tiene una parte no pequeña de fraude. Que beneficia a unos y perjudica a otros. Que beneficia a los grandes y perjudica a los pequeños.

En torno a estas respuestas autoritarias se juntan las élites, siempre pocos; muchos arribistas que ven su oportunidad; también los que tienen miedo de ponerse del lado de los perdedores, dejando que el egoísmo apague su antigua conciencia; y no pocos corderos a los que les fascinan los poderosos, sus mansiones, sus modos de vida, su riqueza, su fuerza y la obscena exhibición de su poder.

Es verdad que en la Balsa de la Medusa ­–esa chalupa donde ni caben todos ni hay agua ni alimento para sobrevivir después de un naufragio-, al igual que en las cámaras de gas –donde los más débiles quedaban abajo-, sale el superviviente que tenemos los homo sapiens. Pero no es verdad que no haya otros comportamientos. En las balsas de la Medusa hay gente que lucha por instalar lo que nos hace específicamente humanos, que es la fraternidad, sostenida sobre el lenguaje y los principios morales que defienden que cualquier ser humano, en cualquier momento y en cualquier lugar, es sujeto de igual dignidad. Hace 350.000 años, cuando empezamos a usar herramientas, empezamos a salvar la vida a miembros de la tribu que no se valían por sí mismos.

El capitalismo, que lleva cuatrocientos años de enorme desarrollo y cien años de crisis ininterrumpidas, polariza la sociedad. No como decía el joven Marx, separándonos en «burgueses y proletarios» –la cosa es un poco más compleja, porque también hay clases medias, que sueñan con ser burgueses y les aterra ser proletarios-, sino separándonos entre gente con empatía y dispuesta a terminar con sociedades de víctimas y victimarios, y los que están dispuestos, por acción u omisión, a que el bienestar de unos se sostenga sobre la miseria y la dominación de otros.

Tiene razón Alba Sidera  cuando dice que el nazismo y el fascismo –o VOX o Bolsonaro o Kast o Duque- «no son opiniones, sino ideologías y prácticas destructivas». Legitimarlas como opciones ideológicas iguales a las demás que no justifican la existencia de víctimas, es «dialogar con quien quiere cargarse los derechos humanos y la democracia».

Han sido los medios de comunicación con oído musical para la extrema derecha quienes han blanqueado a la extrema derecha. Con entrevistas amables, con invitaciones a programas donde solo debieran ir los que cumplen las mínimas reglas de la democracia, con informaciones elogiosas y silencios cómplices. Habría que decir con mayor claridad: el blanqueamiento de la extrema derecha viene de los medios construidos como de máxima audiencia. En España hablamos de todo el duopolio mediático -de Mediaset y Atresmedia-, con mascarones de proa como el Programa de Ana Rosa Quintana-, además de la radio y televisión de los obispos y de los digitales financiados con dinero público mientras gobernaba el PP, y la colaboración vergonzante de RTVE. Es evidentemente una estrategia, para la que no han escatimado en gastos. Mientras, la izquierda moviéndose en el marco teórico -teórico- de las democracias liberales.

Después del golpe de Estado de Pinochet contra Salvador Allende en 1973 se inauguró una década de premios Nobel de Economía otorgados a pensadores neoliberales –sin olvidar, como recuerda Juan Torres, que los Premio Nobel de Economía no los fundó Alfred Nobel, sino el Banco de Suecia en 1968 como una manera de frenar la influencia socialdemócrata en el país-. Estos premios «Nobel», han venido justificando todas las barbaridades económicas que se han aplicado en el último medio siglo y que ahora nos están reventando en la cara.

Cuando la respuesta a las crisis económicas se convierten en crisis políticas por la izquierda o cuando hay algún acontecimiento que permita explicar la situación con las claves de la «patria en peligro»  suena la campana de la extrema derecha y el escenario de conflicto se actualiza.

Es en ese colapso del modelo neoliberal –apertura de fronteras a mercancías y capitales, venta de empresas públicas, aplicar las «ventajas competitivas» que llevan a la desindustrialización, desregulación de las finanzas y el mundo laboral-, donde se producen los miedos y las frustraciones que traen las nuevas formas de fascismo. Claro que Abascal estaba en el PP, los Trumpistas con los Republicanos y el Tea Party, Duque con Uribe, Bolsonaro en los neopentecostales y en los militares golpistas, Kast con los pinochetistas, el Yunque con la reacción ultracatólica… La extrema derecha siempre está agazapada en algún sitio mientras las condiciones materiales les permiten expresarse con mayor rotundidad.

Cuando la respuesta a las crisis económicas se convierten en crisis políticas por la izquierda o cuando hay algún acontecimiento que permita explicar la situación con las claves de la «patria en peligro» –independencia de Catalunya, refugiados sirios, caravana centroamericana-, suena la campana de la extrema derecha y el escenario de conflicto se actualiza. El plan B del capitalismo en crisis se pone en marcha. ¿Nos dejará la crisis tomar las decisiones correctas?

En España, la CEPYME, la principal confederación de la pequeña y mediana empresa acaba de reconocer que la globalización tiene una parte no pequeña de fraude. Que beneficia a unos y perjudica a otros. Que beneficia a los grandes y perjudica a los pequeños. Que las «cadenas globales de valor» se paralizan por el metabolismo del capital –la búsqueda de beneficios- y los países se desabastecen hasta de los componentes básicos para producir. Y también ha asumido –a la fuerza ahorcan- que el cambio climático va a frenar ese suministro global de bienes. Es decir que hay que reindustrializar y que hay que hacerlo teniendo en cuenta que casi nos hemos cargado ya el planeta. (Es verdad que aún les falta reconocer las reclamaciones feministas que, supongo, se lograrán en la calle reclamando. Porque supondrán costes económicos, de manera que «los derechos de las mujeres dejen de entenderse como menores o aplazables o instrumentales, y pasen a verse como la condición de posibilidad de otra concepción del poder que implica una democratización radical de su ejercicio, un cambio sustantivo en la definición de las necesidades humanas y del valor de las bases materiales finitas y de las actividades necesarias, incluidas las afectivas, para sus satisfacción» (Laura Gómez).

El problema de la socialdemocracia es que con demasiada frecuencia colabora con los que si llegara el caso les fusilaria. Porque en tiempos de crisis, el poder cava una trinchera, y en la trinchera solo hay dos lados.

En la misma dirección, el G20 acaba de ponerse de acuerdo sobre la necesidad de un impuesto global mínimo del 15% para las grandes empresas, algo que hace siete años, cuando lo planteaba Podemos, le valió ser acusada de bolivariana y comunista. Quizá, para compensar, el Presidente Pedro Sánchez ha vuelto a rebajar el alcance de la derogación de la reforma laboral del PP de 2012. Seguro que tiene soporte en la ciencia económica, los Nobel y los economistas del Banco de España para sostenerlo.

El problema de la socialdemocracia es que con demasiada frecuencia colabora con los que si llegara el caso les fusilaría. Porque en tiempos de crisis, el poder cava una trinchera, y en la trinchera solo hay dos lados. Al final, las mentiras de la economía y las mentiras de la política conspiran para construir la última salida de las élites para mantener el privilegio. Son sus medios de comunicación –porque son suyos- los que, en vez de presentar el escenario con toda su crudeza, lo maquillan para que los sectores populares más proclives al egoísmo o al miedo, aúllen con la extrema derecha pensando que así no les van a devorar. Porque en el juego del calamar o del hambre o del mérito o de los emprendedores, las élites lo tienen absolutamente claro: el pez grande no solamente se come al chico, sino que se divierte antes de comérselo.

Juan Carlos Monedero

Es licenciado en Ciencias Políticas y Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Hizo sus estudios de posgrado en la Universidad de Heidelberg (Alemania). Actualmente es profesor titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Complutense de Madrid (con dos tramos de investigación -sexenios- reconocidos).

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