La vita è bella: o sobre la prisión del privilegio

La vida es bella, es una premisa que muchos defenderían; esta atrevida aseveración cobra sentido en más tiempos y espacios del lado privilegiado de la desigualdad. ¿Podríamos decirle a un niño palestino que la vida es bella? Sería, justamente, un atrevimiento, sin embargo, no lo reflexionamos porque durante la mayor parte del tiempo y en la mayoría de nuestros espacios, no tenemos un niño palestino al lado. En este artículo de opinión, busco cuestionar perspectivas sobre el privilegio y abordar la idea de que, así como la desventaja constituye límites a la libertad y el desarrollo, el privilegio también.

Una de las características definitorias del privilegio es la poca visibilidad que tiene para quien se sitúa en el mismo. Así como una persona en desventaja poco hace contra la estructura desigual, porque no puede, una persona privilegiada poco hace contra la misma estructura, porque no la observa siquiera. Así, inconscientes de la estructura, los privilegiados empiezan a conocer y desarrollar un mundo que se pretende cosmopolita, pero es aislado. ¿Qué opción les queda? Renunciar a lo que el azar repartió, cuando es algo cómodo, no resulta una decisión racional – dentro de los parámetros clásicos del racionalismo económico al menos. Por otro lado, ¿Puede una persona criada en un pent-house neoyorquino comprender la visión del mundo que tiene una persona criada en un campo de refugiados? No, aunque puede tratar de empatizar, sentir lástima y hacer unas publicaciones apoyando al cese de fuego – pero no muchos trascienden este límite. 

Este límite tiene varias dimensiones, que se pueden observar a través de – pero no limitar a – la siguiente premisa: los recursos materiales del privilegio están – irónicamente – atados por un conjunto inmaterial, el interés, la identidad y los valores. El mundo desarrollado, quienes toman la batuta de una comunidad internacional democrática y pacífica “en el marco de los derechos humanos” no han sido eficientes en abordar fenómenos estructurales en el mundo subdesarrollado o en vías de desarrollo como: el trabajo forzado, los abusos eclesiásticos, el machismo, la homofobia, los mercados informales, entre otros. Ante esto se puede oír que “no es la responsabilidad de los Estados Unidos”, salvo que haya un motivo legítimo y democrático para intervenir, uno que fuese espontáneamente remunerado. Del mismo modo, sí es útil para Alemania la fuga de cerebros en el flujo migratorio que representa para ellos desarrollo y crecimiento económico – aunque en algunos casos también problemas. 

El mundo desarrollado crea y comparte valores e identidades que adoptamos rutinariamente mediante intercambios culturales; la difusión de este conjunto no solo tiene un interés, sino que tiene un costo. Uno pensaría que el costo del espectáculo, del culto y la diplomacia puede ser invertidos en avances significativos, si no se nos hubieran hecho una necesidad de primer orden como: la visita de la vicepresidenta ecuatoriana al Papa Francisco en medio de la pandemia, la continuidad de la Copa América en Brasil, los encuentros diplomáticos que aún pudieran recurrir a la virtualidad. Todos son eventos que condensan nuestros valores, identidades e intereses, eventos que parecieran no poder esperar y que creemos nuestros aun cuando no nos pertenecen. La ilusión de la propiedad y pertenencia a un conjunto idílico que no es local a través del despacho de productos materiales, es quizás, una de los mecanismos diplomáticos contemporáneos que más alimentan las desigualdades.

 

Así, el mundo privilegiado vive un día a la vez pensando que los integrantes de la selección francesa de fútbol no vienen de un legado colonial que dejó conflictos hasta el día de hoy sino que son franceses. La identidad de potencia mundial, que trae consigo la carga de ser líder económico, social y político es una restricción al igual que lo son el interés de que siga existiendo un desnivel entre el desarrollo y el subdesarrollo y los valores que se han pensado universales en teoría pero que en la práctica han sido acciones que no trascienden la cómoda satisfacción de un informe de rendición de cuentas bien redactado. 

Las preguntas son, ¿Podrían verlo? Y si lo ven, ¿Qué pueden hacer al respecto? No es igual la incapacidad de una persona con menos de un dólar diario a la incapacidad de una persona con miles al día, sin duda alguna no son lo mismo. Pero quizás si es útil considerar que los privilegiados no lo son en cada aspecto de sus vidas y observaciones; lo importante es que esta distinción borre las nociones antagónicas que nos han traído líderes populistas y que entendamos que cada uno es prisionero de cierta forma, así, podríamos empezar a replantearnos soluciones, realidades y necesidades para labrar juntos un mañana mejor. 

 

Andrés Erráez Erráez Cobos

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