La urna abierta

EL IRRESPONSABLE “PROGRESO” DE MEDELLÍN

Melissa Pérez Peláez*

Hablar de “progreso” en Medellín, y en general de cualquier parte del mundo, supone hablar del bien común, del interés general y de las necesidades individuales.  El bien común supone una mejora para la comunidad o para el mayor número posible de ciudadanos -bien sea en términos económicos, sociales, morales, culturales, entre otros- siempre y cuando no implique un daño para nadie. Así lo entendieron los grandes pensadores del liberalismo clásico como John Stuart Mill, para quien existía una conexión irrenunciable entre el bienestar colectivo y el bienestar individual.

Este vinculo entre lo individual y lo colectivo en el que pensaban autores como Mill se fue diluyendo en la siguiente generación liberal en la que el humanismo ya no era la meta. Las escuelas de finales del Siglo XIX y principios del XX prácticamente desactivaron este vinculo que parecía sagrado para el liberalismo clásico. Ahora el desarrollo económico e industrial son los pilares que gobiernan, así como la expansión desmedida y ciega del capitalismo.

Cuando queremos hacer un diagnóstico de los pilares que conducen una ciudad como Medellín, se nos viene en la cara la incómoda realidad de la confusión. No se tiene muy claro si lo que orienta los planes gubernamentales es el interés general o el interés individual. Medellín ha mantenido una obsesión en los últimos tiempos por ser una de las ciudades más innovadoras a pesar de su emergencia ambiental y de todos los afectados que han dejado las megaobras que pretenden darle otra cara a la ciudad.

En Medellín está el puente interurbano más extenso del país. En Medellín hay un tranvía y un sistema de transporte en cables que conecta el centro con el oriente de la ciudad en menos de una hora con un solo pasaje. El cable Picacho promete beneficiar con transporte eficiente alrededor de 420.000 personas del noroccidente de la ciudad. Megaobras que, sin duda, le darán otra cara a la ciudad al costo de un trágico desenlace para más de 5.200 personas víctimas de las aspiraciones innovadoras de la ciudad.

En el caso del cable Pichacho a la mayoría de la población no se le ha reasentado en otro lugar, a otras familias se les ha hecho esperar por más de tres o nueve meses para el primer pago de su vivienda. Y en todos los casos la población está obligada a ceder sus viviendas a cualquier precio porque existe la amenaza de seguir el proceso y expropiar por vía administrativa. Megaobras que llevan tras de sí familias enteras sin casas y a la espera de una respuesta son el claro ejemplo del sacrificio de una minoría por el desarrollo de una sociedad. El claro ejemplo de un “progreso” irresponsable e inconsciente.

Sin embargo, a juzgar por la emergencia ambiental en la que permanece Medellín desde hace ya varios meses, no parece ser el bien común o el interés general lo que prima en las medidas gubernamentales, pues tras varios días del pico y placa ambiental la situación no ha cambiado radicalmente. Y eso ya lo sabe la Alcaldía de Medellín. Y también sabe la Alcaldía de Medellín que las medidas con las pretende hacer control a la industria parecen más un chiste de mal gusto que no refleja una genuina intención por hacerle frente a un problema que afecta gravemente la salud de todas las personas que vivimos en Medellín.

A Medellín no la mueve ni el bienestar general, ni le preocupa mucho las minorías vulnerables, no le importa el aire ni lo que pase con las familias desplazadas por sus megaobras. A Medellín no la mueve la mueve la gente, a Medellín la mueve la idea de un frío e inconsciente progreso que avanza dejando a su paso tragedias humanas. A Medellín no le importa el sufrimiento y la desigualdad en los barrios populares. A Medellín ya no le importa sus ciudadanos ni cómo estos vivan en su ciudad, a Medellín sólo le importa la imagen que se proyecte hacia el mundo.

*Egresada programa de Filosofía, UdeA

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