La Región Insular: más allá de una postal

“Si al colombiano le cuesta concebir que los indígenas son parte vital de nuestra identidad sociocultural, más difícil se le hace enterarse que en San Andrés y Providencia existe una lengua diferente al español e incluso otra religión que está en sus últimos respiros ante un asfixiante catolicismo”



Cuando alguien nos habla de San Andrés o Providencia, es posible que pensemos en un océano cristalino, playas de arena blanca, cocos locos y las próximas vacaciones. En Colombia encontrar riquezas más allá del turismo en las ciudades o lugares costeros pareciera ser una misión imposible, una paradoja que sólo puede ocurrir en un país como el nuestro, que contando con salida a dos océanos, conserva sus mayores índices de pobreza en el Atlántico y el Pacífico. Siendo el panorama bastante negativo para ser ciudad o población costera en el país, las islas tienen un reto mayor al ser parte de la región insular, olvidada hasta en las clases de geografía colombiana de cuarto de primaria en los colegios.

A 997 kilómetros aproximadamente del continente, se hace muy difícil llamar la atención de las diferentes entidades oficiales para tan siquiera ganarse un lugar relevante en todos los mapas del país. Para las islas ser nombradas en la televisión u otros medios nacionales deben de esperar a una nueva edición del certamen de belleza o una tragedia, después de eso, siguen siendo solamente el lugar de recreación y descanso para todos los colombianos. Es difícil dimensionar que estas playas no son solo paradisíacas y viven una realidad que va más allá de los hoteles cinco estrellas. El isleño, el sanandresano y el providenciano también son colombianos, su única diferencia con el resto de nosotros y a su vez mayor temor, es ese sentimiento de desamparo que los embriaga, el país les ha dado la espalda.

La historia juega mal para estos supuestos paraísos de verano desde los tiempos de Rojas Pinilla donde prácticamente el Estado los convirtió en un centro comercial en medio del caribe con la ley del puerto libre de 1953. A estos territorios no les quedó de otra que adaptarse sí o sí al turismo como un sustento, el flujo de personas aumentó, los edificios blanco marfil empezaron a imponerse sobre el ecosistema y los raizales tuvieron que hacerse a un lado ante las nuevas poblaciones que buscaban establecerse en sus islas. Todo esto sin mencionar los diferentes procesos de homogenización cultural de los diferentes gobiernos a lo largo de los años – como si de tiempos de colonia se tratase – en los que se han dado golpes muy bajos a la cultura anglocaribeña que podría desaparecer en cualquier momento.

Con el Iota, el país vuelve a poner sus ojos en sus “adoradas” islas, algo que no pasaba desde el 2012 cuando en una ciudad del otro lado del charco se definía la permanencia de la bandera tricolor. Se perdieron grandes cantidades de mar y unas pequeñas islas ante Nicaragua, pero se celebró la victoria, se conservaron las cadenas de hoteles en suelo Colombiano. Los isleños, en cambio, quedaron en luto. No existe en la historia de nuestro país el primer mandatario que se haya interesado por preservar la cultura anglocaribeña, más bien se han encargado de su extinción. Desde que Álvaro Uribe en su gobierno del 2002 cerró cinco embajadas en varios países caribeños, solo se ha recuperado una y a nadie le importa establecer más. Los jóvenes se ven obligados a abandonar sus raíces y a su familia porque en términos de educación el Estado no les brinda una garantía en sus propios territorios. Llegan al continente y se ven obligados a adaptarse bruscamente a un medio donde no son reconocidos, porque si al colombiano le cuesta concebir que los indígenas son parte vital de nuestra identidad sociocultural, más difícil se le hace enterarse que en San Andrés y Providencia existe una lengua diferente al español e incluso otra religión que está en sus últimos respiros ante un asfixiante catolicismo. Es muy arduo tratar de apoyar, manejar y administrar un territorio cuando no se conoce ni siquiera su historia o sus raíces. Se puede hablar de que en las islas existe corrupción, disputas entre territorios y delincuencia, todas estas problemáticas en términos de la lógica del continente, lo que hace que el soporte para brindar sea prácticamente nulo. Si a la hora de perder aquellas pequeñas islas que parecían tan insignificantes se hubiera considerado que allí habitaban familias de los sanandresanos y providencianos, el interés por haberlas mantenido sería mayor. Nicaragua va seguir reclamando soberanía sobre los territorios colombianos del Caribe  y es de vital importancia que este sea un tema que se toque rumbo a las elecciones del 2022, porque las islas en tiempos de campaña no deberían ser únicamente los escenarios de postales promocionales para los candidatos.

Es lamentable que un huracán haya tenido que azotar las islas para que muchas problemáticas salieran a flote, y aunque es prácticamente imposible predecir y prevenir al 100%  fenómenos naturales de este tipo, a los territorios hay que darles mayores garantías. La necesidad inmediata es empezar las reconstrucciones y restauración de lo material, pero el proceso para darle la mano a la región insular debería ser más profundo para llegar a cambios que perduren en el tiempo. ¿Cómo es posible que en pleno siglo de la intercomunicación y la conectividad, uno de los mayores desafíos durante la emergencia haya sido la comunicación? El internet y las redes telefónicas siguen siendo deficientes, un pequeño problema que podría ser arreglado con un mayor interés por parte del gobierno al mando. San Andrés y Providencia no se pueden convertir como en la novia bonita de Colombia que solo se busca cuando se tiene ganas, estos territorios y muchos otros más en nuestro océano Pacífico y Atlántico, tienen los méritos y las condiciones para ser los más consentidos, desde sus riquezas naturales hasta todo su legado cultural que a diferencia de todos nosotros de la parte continental, cuentan otra historia totalmente distinta y emocionante.

Sebastián Castro Zapata

Envigadeño de corazón, amante a la poesía y a la literatura. Le tengo miedo a los truenos y llevo una tormenta tatuada en mi brazo derecho. A veces me las doy de poeta y en la actualidad, estudiante de psicología en la Universidad Pontificia Bolivariana.

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