La gran guerra

El siglo XXI ha comenzado con la impronta de movimientos totalitarios vestidos con el manto democrático que dicen encarnar la voz del pueblo, pero son fieles seguidores de la política amigo-enemigo de Carl Schmitt. Mucho mejor preparados ideológicamente que sus antecesores, han avanzado no solo gracias a la estrategia gramsciana que sirve al desmantelamiento de la cultura cristiano-occidental.

A Marx, Lenin y Gramsci, se ha sumado el concepto de la microfísica del poder de Michel Foucault. Así, a diferencia de todas las guerras que haya experimentado la humanidad, el conflicto que los idólatras del poder estatal han instalado en el inconsciente colectivo afecta, como nunca antes, a las sociedades a niveles microscópicos. Basta solo el uso de una letra, como en el caso de “todes”, o una autopercepción imperceptible para los demás, para que se desate el conflicto de manera visceral e irreflexiva. De este modo, han logrado aislarnos dentro de colectivos cuya única meta común es la destrucción de un “enemigo” que, supuestamente, por su sola existencia pondría en peligro la propia. Es en el aislamiento, nos dice Hannah Arendt que “el terror puede dominar de forma absoluta”, por eso “una de las preocupaciones primarias al comienzo de todos los gobiernos tiránicos consiste en lograr el aislamiento. El aislamiento puede ser el comienzo del terror; es ciertamente su más fértil terreno; y siempre su resultado. Este aislamiento es, como si dijéramos, pre-totalitario. Su característica es la impotencia en cuanto que el poder siempre procede de hombres que actúan juntos, «actuando concertadamente» (Burke); por definición, los hombres aislados carecen de poder” (Arendt, 2006).

¿Cuál es la dinamita que ha servido a la destrucción de los lazos entre las personas? El conflicto en torno a la identidad. Para ello se ha disociado la construcción de la identidad de aspectos espirituales o intangibles vinculados a la libertad. La identidad ya no es un asunto de credo, talentos, elecciones morales o defectos y virtudes. Bajo el manto del avance de la microfísica del poder, cuya finalidad es el aislamiento total de los individuos, la identidad no es relacional, sino que remite únicamente a autopercepciones desde las que se establece un vínculo tiránico con el entorno. Es así como hemos perdido la capacidad de relacionarnos, dado que, si antes para los hijos se era la madre, para los subalternos la jefa, para los amigos la buena persona, entre otros, ahora, simplemente se es persona menstruante, afrodescendiente, miembro de pueblo originario, de una minoría sexual y un largo etcétera que o no integra la relación con los otros a la definición de la propia identidad o, si lo hace, es en el marco schmitteano de la lucha existencial entre amigos y enemigos.

Así las cosas, la psiquis de los ciudadanos de las democracias occidentales está preparada para una gran guerra. Y cuando hablo en esos términos lo hago bajo la convicción de que nunca, jamás en nuestra historia, el ser humano había experimentado tanto odio por el prójimo. No fue lo mismo en la Primera o Segunda Guerra mundial, cuando las élites movían a las masas vestidas de uniforme como quien está jugando al ajedrez, mientras que estas debían ser obedientes, es decir, ir en contra de su voluntad. Ahora le han dado a cada individuo un motivo para sentirse ofendido y odiar en lo más íntimo a categorías de personas como el “hombre blanco heteropatriarcal”. Este es el escenario bottom-up de una guerra que excede los marcos de la política internacional y está inscrita a nivel celular, en el cuerpo de cada individuo; estamos ante la quintaesencia de la biopolítica. De ahí que las definiciones de identidad se hayan anudado a aspectos que no podemos cambiar, como la raza, los genitales o la historia de un grupo social. El único modo de transformar el conflicto en un baño de sangre: solo la muerte del otro redime mi posición; al revés, cuando la identidad depende de rasgos que responden a la voluntad y libertad de cada individuo, siempre es posible encontrar un camino pacífico para la resolución de las tensiones y antagonismos a través de un cambio en la actitud, una mayor tolerancia o una comprensión profunda de la situación.

Top-down –es decir, desde las élites políticas–, el asunto se ve aún peor. Siempre se ha dicho que Chile es un laboratorio de experimentos sociales y políticos exportables, y me temo que la experiencia octubrista (de la Revolución del 18 de octubre de 2019) y el proceso constituyente no son la excepción. ¿Cuál es el modelo que se está intentando imponer? La narcodictadura o, lo que es lo mismo, el socialismo del siglo XXI. ¿Cuál es el rasgo característico de este nuevo tipo de régimen?

La narcodictadura logra superar la falla telúrica que destruye muros y bota del poder a los políticos totalitarios. Con “falla telúrica” me refiero a los problemas que enfrenta el socialismo cuando destruye el aparato productivo en sus intentos de planificación. China logró superar el escollo implementando cierto capitalismo de corte corporativista. Para eso cuenta con hordas de trabajadores esclavizados que le proveen de ventajas competitivas frente a los países occidentales cuyas regulaciones –impulsadas por organismos internacionales como la ONU– benefician al gigante asiático en detrimento de las oportunidades y desarrollo de quienes las implementan. Latinoamérica no puede seguir el camino de China porque no tiene una población entrenada en una cultura del trabajo y de la obediencia. De ahí que el sueño de avanzar en índices básicos de desarrollo no pase de ser una afiebrada fantasía. Como es evidente, ningún gobierno se sostiene sin los recursos necesarios para, al menos, controlar a las Fuerzas Armadas o crear un ejército paralelo. ¿De dónde sacar ese dinero cuando el mercado completo de un país ha sido desmantelado por el avance socialista? De la droga.

Por eso el nuevo tipo de régimen, inaugurado en el cono sur, es tan exitoso. Lo que pocos entienden es que, quienes financian, en último término, al ejército revolucionario de vándalos, delincuentes, homicidas y narcotraficantes coludidos con sectores políticos de corte totalitario, son los consumidores de droga que habitan los países desarrollados. El negocio es redondo. Chile en pocos años ha pasado a ser el tercer exportador de drogas a Europa a nivel mundial. En el plano institucional, el proyecto de Nueva Constitución les asegura derechos a los delincuentes que contemplan incluso el desarrollo de carreras políticas en el ámbito público desde la cárcel. En este contexto la inmigración forzada por Nicolás Maduro de cientos de miles de ciudadanos venezolanos ha horadado la identidad nacional y cambiado la realidad de un país donde amplios sectores de la población deben regirse bajo las reglas del narco.

El Estado de Derecho se derrumba frente a nuestras narices y el Poder Judicial falla a favor de quienes portan armas o son sorprendidos en el negocio de la droga de manera sistemática. Las denuncias realizadas en 2019 por políticos de renombre sobre la captura del Congreso de parte del narcotráfico jamás fueron investigadas y, hoy, el presidente del Senado es, justamente, uno de los personeros que levantaron sospechas cuando se hizo público el vínculo de ciertos sectores del Partido Socialista con el narcotráfico.

En suma, la gran guerra tendrá ejércitos de personas en cuya psiquis rigen el Tánatos –instinto de autodestrucción– alimentado por el consumo de drogas, y la destrucción del mundo común y el odio. A ello se agrega que el aislamiento reduce drásticamente los niveles de empatía y transforma a las personas en verdaderos monstruos. Bajo las dinámicas de la biopolítica ya no estaremos frente a piezas de ajedrez que reciben órdenes, sino ante individuos víctimas de una microfísica del poder. Esta se despliega en el contexto de una lucha soterrada entre los principios de la democracia occidental y el triunfo de la narcodictadura que, además de sostenerse económicamente por el comercio de las drogas, podrá vender a precios irrisorios las materias primas de los países subdesarrollados en los que gobierna a grandes potencias como China.

De ahí que haya llegado la hora de entender que es necesario legalizar las drogas para terminar con la tremenda capacidad de captura que los cárteles tienen de las organizaciones políticas y militares. No hay otro modo de liquidar las inmensas ganancias que sirven al avance en el poder de una extrema izquierda totalitaria cuyo hombre nuevo no es más que la realización de la pesadilla infernal en la que habita el esclavo voluntario.

Referencias

Arendt, H. (2006). Los orígenes del totalitarismo (G. Solana Díez, Trad.). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1951).


La versión original de este artículo apareció por primera vez en el Blog de Fundación Disenso, y la que le siguió en nuestro medio aliado El Bastión.

Vanessa Kaiser

Es periodista titulada de la Universidad Finis Terrae y doctora en Filosofía y Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile (PUC). Durante los últimos años ha desarrollado su carrera académica convirtiéndose en directora de la «Cátedra Hannah Arendt» de la Universidad Autónoma de Chile y, de forma paralela a su labor docente e investigadora, es una divulgadora muy activa de las ideas liberales a través de sus columnas en el portal chileno El Líbero y de su trabajo como directora del Centro de Estudios Libertarios. Es, entre otras, concejal por la Comuna de Las Condes (Santiago Chile).

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