En general, en una democracia las contiendas electoral son unas típicas entre gobierno y oposición. En la baraja de candidatos a suceder al gobierno de turno hay unos que lo apoyan y aseguran una cierta continuidad de sus planes, políticas y programas, y otros que proponen cambios importantes a ellas, de manera que el ciudadano escoge entre los primeros, si le gusta el gobierno, o los segundos, si le desagradan las propuestas o las acciones de quienes ejercen coyunturalmente el poder.
En esas elecciones gobierno – oposición, sin embargo, no se ponen en cuestión el modelo político o el modelo económico que imperan en el estado. Los votantes dan por sentado y tienen la certeza de que esos modelos continuarán, aunque gane un candidato cercano al gobierno o uno de la oposición. El ciudadano sabe que seguirá viviendo en democracia y que el sistema económico seguirá siendo fundamentalmente el mismo. Habrá cambios, claro, énfasis distintos, programas y políticas diferentes, pero los modelos de gobierno y economía continuarán en lo sustantivo. Un habitante de Alemania, para ejemplificar, sabe que la democracia y la economía de mercado permanecerán sin importar si elige un candidato del CDU, el partido de Ángela Merkel, o si se inclina por los Verdes, que se le han opuesto. La escogencia de uno u otro candidato se hace sobre la base de que habrá continuidad o transformaciones en materia de impuestos, en las políticas públicas, en las relaciones internacionales, pero también de que esa elección no conlleva una alteración sustantiva del modelo político o económico que impera en el estado.
En consecuencia, en una democracia las elecciones son rutinarias y no suponen cambios estructurales del modelo. Aunque se escoja la continuidad o la oposición, están garantizadas la estabilidad orgánica, basilar, de la democracia y la economía. Por eso las democracias son, por definición, reformistas, no revolucionarias.
Sin embargo, en las democracias inmaduras o débiles, ocasionalmente ocurre que las elecciones no son las típicas entre gobierno y oposición sino unas entre quienes defienden el sistema democrático y quienes pretenden subvertirlo. Un ejemplo de esas elecciones «revolucionarias» son las de 1998 en Venezuela, donde triunfó Chávez. Con su llegada al poder el hermano país dejó de ser una democracia y se convirtió en un régimen autoritario y abandonó la economía de mercado para hacerse socialista. Dos décadas después las consecuencias están a la vista.
Los tiempos en que un partido o un candidato podían ganar solos las elecciones dejaron terminaron en el 2010, donde el inmenso prestigio de Álvaro Uribe bastó para garantizar el triunfo en primera vuelta y sin coaliciones de quien se presentó como su sucesor. Desde entonces, las alianzas son indispensables. Las amenazas y peligros que se ciernen sobre Colombia en las elecciones del 2022 exigen la unidad de quienes defendemos la democracia y las libertades y creemos que el socialismo, hoy escondido bajo el término progresista, solo trae más pobreza y miseria.
La alianza no puede ser meramente electoral. Tiene que ser programática. Ese acuerdo programático ha de ser la base, además, de la gobernabilidad. La agenda convenida es la que permitirá asegurar las mayorías en el Congreso, de manera que, por un lado, la coalición del nuevo gobierno tenga norte y hoja de ruta común y, por el otro, se evite la «mermelada» como mecanismo que aceita los apoyos parlamentarios. Y es ese acuerdo el que asegura que el gobierno entrante pueda desarrollar de manera rápida y fluida su programa, sin pérdida de tiempo y sin el innecesario desgaste de las negociaciones políticas.
La alianza, además, debe contemplar los espacios de representación política de quienes en ella concurren. No puede ser una coalición para elegir sino para gobernar. Todos los que hagan parte de ella deben tener la certeza de que participarán de manera efectiva en la nueva administración. Es lo necesario y lo natural en los gobiernos de coalición.
Y debe proyectarse más allá del próximo cuatrienio. Las elecciones del 2022 deben ser la base para una gran alianza que permita gobernar 16 o 20 años, dándole al país la estabilidad y la continuidad de las políticas que nos permitan derrotar al narcotráfico y a los violentos y dar seguridad a todos los ciudadanos y crecer a tasas sostenidas de 6%, reducir el desempleo a un dígito y construir una Colombia donde todos seamos propietarios. Es el desafío.
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