La farsa capitolina: un siglo en vano

Quien se deja humillar, merece que lo humillen. Hoy no hubo una sola voz que se alzara con la dignidad de hecho, no de palabra, de quien se niega a renegar de sus propios principios. Si los tiene. Una triste, lamentable y patética jornada de uno de los días más aciagos para los demócratas venezolanos. Precisamente, cuando quienes detentan el poder y proceden como hoy lo han hecho penden de un hilo. Una brutal contradicción que es muy importante tener presente, cuando la historia, más temprano que tarde,  termine de dictar su sentencia.

 

Antonio Sánchez García @sangarccs

 

Hace ya más de un siglo, en la revista La Alborada que acababa de fundar a sus veinticinco años con sus amigos Julio Planchart, Enrique Soublette, Julio Horacio Rosales y Salustio González Rincones, nuestra cumbre de las letras, Rómulo Gallegos, refiriéndose al congreso de comienzos de siglo, que sesionaba,  recién instalado Juan Vicente Gómez, bueno es recordarlo, exactamente en el mismo escenario en que se escenificara el bochornoso acto de insolencia golpista y dictatorial de hoy, cuando en presencia y de hecho con la previa aprobación – por U N A N I M I D A D, se encargaron de recalcarlo hasta el cansancio los sigüises de la dictadura – del sector supuestamente representante de la oposición democrática, expresó textualmente lo siguiente: ««Harto es sabido que este Alto Cuerpo – se refiere al Congreso de la República, vale decir, a los antecesores de los señores que hoy fungían de parlamentarios de esta república bolivariana de Venezuela – en quien reside, según el espíritu de la Ley, el Supremo Poder, ha sido de muchos años a esta parte un personaje de farsa, un instrumento dócil a los desmanes del gobernante que por sí solo, convoca o nombra los que han de formarlo, como si se tratara de una oficina pública dependiente del Ejecutivo y cuyas atribuciones están de un todo subordinadas a la iniciativa particular del Presidente. Naturalmente éste escoge  aquellos delegados  entre los más fervorosos de sus sectarios, seleccionando, para la menor complicación, aquellos partidarios incondicionales cuyo más alto orgullo cifran en posponer todo deber ante las más arbitrarias ocurrencias del Jefe. Estos son los hombres propios para el caso y como además, en la mayoría de las veces, adunan a esta meritoria depravación moral, una casi absoluta incapacidad mental, la iniciativa del Presidente, después de ser posible llega a convertirse en necesaria». Perfectamente aplicable a nuestra situación, si bien con una diferencia abisal: el presidente que los nombró por serviles, fanáticos y obsecuentes, está muerto. Son los sobrevivientes de una farsa que vive sus últimos minutos.

 

Puedo adelantar con suficiente elementos de juicio que entre esos hombres que personificaban «esta meritoria depravación moral y una casi absoluta incapacidad mental» no se encontraban espalderos, asesinos, ladrones ni capitanes de industria enriquecidos brutalmente a la sombra del arbitrio absoluto del Poder. Y la farsa a la que se refiere Rómulo Gallegos no implica la existencia de fracciones dizque opositoras dispuestas a cohonestar las arbitrariedades que a bien tuviera la bancada de depravados morales e incapaces mentales al servicio del dictador de turno. En ese caso, del compadre de Cipriano Castro, tan locuaz, tan delirante, tan irresponsable y abusivo como quien designara a los sobredichos, pero con suficiente testosterona patriótica como para enfrentar a quienes osaran «hollar el suelo de la Patria».

 

Este «instrumento dócil a los desmanes del gobernante» ha cumplido hoy a cabalidad las funciones que Gallegos le asignara a la farsa parlamentaria del castrogomecismo: actuar como si formara parte «de una oficina pública dependiente del ejecutivo y cuyas atribuciones están de un todo subordinadas a la iniciativa particular del presidente.»  Lamentable reiteración de taras tan antiguas, que ya parecen ancestrales. Pero aunadas al patético papel interpretado en la farsa por quienes, con su presencia, legitiman el siglo transcurrido. Le dan a esa oficina pública, tan aleve, tan espuria y tan bárbara como la que enfrentaba nuestro gran novelista, un barniz de moderna representación ciudadana y cohonestan, con sus supuestas «unanimidades», la flagrante, insólita y escandalosa violación a los derechos consagrados en la Constitución, incluso de ésta, cortada a la medida por el reciclado Cipriano Castro de nuestra tragedia. Muy posiblemente ya a la espera, luego de este fantasmón transitorio, de su correspondiente Juan Vicente Gómez.

 

Uno de los más viles argumentos de esa seudo oposición, obsecuente y maniatada por sus propios prejuicios e incapacidades, cayó por los suelos: los individuos nombrados por ese parlamento de pacotilla lo hicieron en vista y presencia plena de los diputados electos en 2010. Con plena participación opositora. No se deben a abstención alguna, como han insistido en sostener, sin excepción ninguna, todos los miembros de los partidos de la Mesa de Unidad Democrática, sus portavoces y personeros. Allí estaban presentes, si bien con el rostro entre las piernas.

 

Quien se deja humillar, merece que lo humillen. Hoy no hubo una sola voz que se alzara con la dignidad de hecho, no de palabra, de quien se niega a aplastar sus propios principios. Una triste, lamentable y patética jornada de uno de los días más aciagos para los demócratas venezolanos. Precisamente, cuando quienes detentan el poder y proceden como hoy lo han hecho penden de un hilo. Una brutal contradicción que es muy importante tener presente, cuando la historia, más temprano que tarde,  termine de dictar su sentencia.

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