La cultura del resultado

“Como caballos de carrera con anteojeras corremos hacia las metas sin posibilidad de ver a nuestro alrededor”


Desde que una nueva vida llega a este mundo estamos exigiendo y pretendiendo que alcance ciertos resultados, y cuanto más rápido lo haga mejor, más valioso de su parte, velocidad que se evalúa siempre en comparación con los demás.

Desde sus primeros meses de vida se le examina constantemente si logró los objetivos que debería para el tiempo que lleva integrando la sociedad, ¿Ya ha dicho mamá?; ¿Ya camina?; ¿Ya habla?; ¿Ya lee?; ¿Ya anda en bicicleta?, son algunas de las preguntas que el entorno hace a sus padres o incluso al niño mismo.

Tendemos seguramente a pensar que esta exigencia o evaluación del entorno estimula e incluso es sumamente incidente en que el niño logre alcanzar estos objetivos, pero quizás simplemente sea un proceso natural que toda persona de una forma u otra termina realizando por el simple hecho de integrar la sociedad, al tiempo que internamente necesitó.

Lo cierto es que desde muy pequeños notamos la importancia de alcanzar resultados, y notamos que cuanto más rápido lo hacemos (en comparación con los demás) más nos felicitan y más valiosos nos sentimos.

Este control del entorno de nuestros resultados y esta asimilación de a más velocidad más reconocimiento no es sólo característica de la niñez, sino todo lo contrario, más se intensifica a medida que alcanzamos la vida adulta.

Es que intercambiamos por completo nuestras horas del día, nuestros días de la semana, nuestras semanas del mes, nuestros meses del año y nuestros años de vida, en pos de lograr ciertos resultados y siempre con la meta de hacerlo en el menor tiempo posible.

Ahora el punto es, que casi no dedicamos tiempo a cuestionarnos cuál de todos los resultados que están a nuestro alcance queremos realmente alcanzar, incluso casi no nos detenemos a cuestionarnos si el resultado realmente vale todo lo que debemos hacer, sacrificar y dedicar para lograrlo. Al fin y al cabo, el resultado es el final, pero el transcurso, el proceso que vivimos para alcanzarlo es en donde más tiempo pasamos y por tanto debería por sí solo valer la pena, nuestra vida no es realmente los resultados que alcanzamos, sino cada proceso que vivimos para llegar a estos.

La cuestión es que según siempre nos han dicho “la vida es corta”, y debemos lograr resultados “para ser alguien”, a su vez, el valor de los resultados depende de cuán rápido los alcancemos. Por lo que no hay tiempo de detenerse a pensar: qué es lo que quiero, qué es lo que en mi consideración vale la pena dedicarle mi vida, mi tiempo, mi energía.

Es por esto que elegimos caminos en nuestra vida en base al que creemos que nos permitirá lograr más resultados, más rápidamente, como si fueran casillas que vamos alcanzando dentro de un tablero de un juego de mesa, sin importar realmente si disfrutamos de ir pasando de casilla en casilla o si realmente queríamos pasar a la siguiente casilla. Como caballos de carrera con anteojeras corremos hacia las metas sin posibilidad de ver a nuestro alrededor.

El problema es que quizás al alcanzar la meta, nos daremos cuenta que nos sentimos vacíos por dentro, y recurramos nuevamente a elegir un nuevo resultado que alcanzar y sigamos corriendo toda nuestra vida sin mirar hacia nuestro alrededor y, peor aún, sin mirar hacia nuestro interior.

Quizás sea mejor una búsqueda con criterio que una simple carrera hacia resultados que no sabemos si realmente queremos alcanzar, quizás sea mejor escoger bien el camino sin tanta prisa que llegar a destinos que no nos interesan. Quizás debemos centrarnos más en el porqué que en el qué.

Si el tiempo no transcurriese de forma lineal, sino circular como propone Nietzsche en su concepto del “Eterno Retorno”, si resulta que volvemos a vivir infinitas veces cada hecho de nuestras vidas, ¿Tomarías las mismas decisiones? ¿Elegirías apostar a los resultados que diariamente dedicas tu tiempo a alcanzar? Detenerse a reflexionar sobre estas interrogantes siempre va a ser una decisión acertada, porque de nada sirve llegar a donde nunca quisiste realmente estar.

Rodrigo Pereira

Soy un apasionado de la reflexión y de las ideas de quienes se han detenido, en este mundo que no para, a ver las cosas de una forma distinta. Mi formación en leyes me permitió cuestionarme más aún las reglas que nos impone la sociedad y cómo todo, absolutamente todo, es diferente dependiendo el punto de vista en el que nos situamos. Firme creyente de que el sabio es el que sabe que no sabe, aspiro cada día a estar un poco más seguro de que efectivamente no sé nada.

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