La cuarta ofensa contra el amor propio de la humanidad

No podemos violar las leyes científicas y, mientras entendamos la libertad como una violación de dichas leyes, esta no tiene lugar en nuestra realidad. Por confuso que nos resulte, las acciones que llevamos a cabo no son cualitativamente distintas de las que lleva a cabo un meteorito o un electrón


 En su artículo “Una dificultad de psicoanálisis”, publicado en 1917, Sigmund Freud llevó a cabo un breve análisis histórico de las tres graves ofensas que la humanidad había recibido contra su amor propio. El primero de ellos se produjo de la mano de Nicolás Copérnico, quien en el siglo XVI aportó serias razones para considerar que el geocentrismo no ofrece una descripción fidedigna de la situación de la Tierra en el cosmos. Para el polaco, aceptar que la Tierra orbita alrededor del Sol permitiría salvar mejor las apariencias obtenidas a través de las observaciones. Tras la asunción del heliocentrismo la humanidad abandona su anterior posición privilegiada en el centro del universo. Los humanos no estamos en el centro del cosmos. Tres siglos más tarde, el genio de Charles Darwin elaboró una teoría de la evolución de las especies basada en la selección natural. Se infiere de ella que los seres humanos, lejos de ser una especie aparte en el reino de los seres vivos, descendemos de ancestros comunes con el resto de entidades vivas del planeta. Esta es la segunda ofensa a la humanidad. Los humanos no somos el centro del planeta. No somos una rara avis separada mediante alguna suerte de brecha divina del resto de especies. Por la contra, somos una especie del orden de los primates. Finalmente, Freud eleva a su propia persona como la responsable de la tercera ofensa histórica, ya en el siglo XX. Desposeídos del centro del universo y del planeta, toca finalmente que los humanos abandonen la ilusión de ser el centro de sí mismos. Las fuerzas e impulsos inconscientes presentes en nuestra psicología, acorde a la interpretación psicoanalítica, nos fuerzan a abandonar el timón de nuestro propio barco. La toma de decisiones de nuestro quehacer diario o nuestras voliciones, no están así determinadas por nuestro yo consciente, sino que entran en juego un conjunto de fenómenos psíquicos de los que no nos percatamos.

Un siglo después de Freud, resta, no obstante, por presentar una última ofensa que se encuentra en pleno proceso de elaboración. Esta procede del fisicalismo, que es la postura acorde a la cual todo cuanto hay es físico. Acorde a ella, el universo consiste en un conjunto de entidades físicas regidas por leyes. Los seres humanos no somos algo cualitativamente distinto del resto de entidades presentes en la realidad, como las piedras, las estrellas o el viento. Todo está compuesto por un número aparentemente limitado de partículas que se comportan de una manera predeterminada. Este modo de actuar predeterminado es, precisamente, el que se pretende definir a través de una serie lo más simple posible de enunciados, formulados en lenguaje natural o matemático. Estos son las leyes científicas. Los seres vivos somos seres uni- o multicelulares. A su vez, las células, unidades básicas de la vida, son una amalgama de moléculas, las cuales están compuestas de átomos, los cuales nos llevan, finalmente, a las partículas elementales. Los seres humanos hemos elaborado a través de la especialización un conjunto de conocimientos diferenciados. Por ejemplo, los propios de la biología y de la física. Cada uno de estos conocimientos tienen un marco de aplicabilidad propio que posibilita la descripción, la predicción o la manipulación de un campo de la realidad concreto. Es materia de debate si, realmente, toda nuestra miríada de conocimientos podrá ser finalmente reducida a un único campo, el propio de la física. Sin necesidad de entrar en esta cuestión, las consecuencias del fisicalismo para nuestra comprensión filosófica del ser humano permanecen.

En tanto compuestos físicos, los seres humanos somos un producto perecedero de las leyes del universo. Como perspicazmente ya declararon los griegos, la materia que nos compone se desintegrará para dar paso a nuevas entidades físicas. En tanto tal, no sólo no somos algo cualitativamente diferenciado de otros animales, vegetales o bacterias, sino tampoco del resto de entidades inertes. Toda evidencia lograda hasta el momento apunta a que nuestra existencia no tiene mayor significatividad que la de cualquier piedra.

Al igual que las otras ofensas, esta resulta extremadamente contraintuitiva para muchos. A día de hoy, encontramos dos grandes objeciones contra el fisicalismo. La primera recae sobre la consciencia. Los seres humanos y otros animales seríamos entidades físicas diferenciadas del resto por tener una experiencia subjetiva. Poéticamente, podríamos decir que la indiferencia cósmica abre los ojos con nosotros. Los seres conscientes, aun siendo físicos, tendríamos una perspectiva, irreductible a lo estrictamente físico, de la realidad. Esta perspectiva alcanza su máxima complejidad con la autoconciencia humana. A diferencia de las estrellas, los meteoritos o de un grano de arena, los humanos sabemos que somos e, incluso, que dejaremos de ser como tales. En segundo lugar, muchas personas sostienen que el libre albedrío que nos caracteriza nos diferencia del resto de las entidades físicas. Un electrón no puede decidir sobre su movimiento. No así los seres humanos, quienes estamos decidiendo libremente constantemente.

Aunque el debate en la academia sobre estos asuntos prosigue, nuestra apuesta es que la visión fisicalista del ser humanos terminará por imponerse. Por una parte, las evidencias neurocientíficas, en especial las aportadas por lesiones del sistema nervioso, dejan poco espacio a la idea de que la consciencia sea algo separado del cuerpo. Más bien, parece que nuestras experiencias sensitivas, recuerdos o emociones no son otra cosa que procesos neurofisiológicos. La experiencia del color blanco que percibo ahora mismo no es algo, una suerte de propiedad, que sobrepase el marco físico de lo real. Esta es simplemente una forma lingüística de referirse a un proceso físico, del que normalmente no nos percatamos, que está sucediendo. Por otra parte, la libertad no tiene sitio en un marco fisicalista de la realidad. Quien se sienta más a gusto pensando que sus actos tienen una característica especial, llamada libertad, que los diferencia de otros actos, como los propios de los electrones, puede sin duda seguir empleando el término. Por conveniencia, probablemente seguiremos empleándolo todos los humanos. Mas del uso lingüístico de la “libertad” no se puede derivar su existencia al margen del lenguaje. No podemos violar las leyes científicas y, mientras entendamos la libertad como una violación de dichas leyes, esta no tiene lugar en nuestra realidad. Por confuso que nos resulte, las acciones que llevamos a cabo no son cualitativamente distintas de las que lleva a cabo un meteorito o un electrón.

Sin lugar a dudas, la comprensión fisicalista de la realidad es profundamente nihilista. Decir lo contrario nos llevaría al engaño. Mas esto no tiene por qué llevarnos a la desesperación. La asunción de la cuarta ofensa hacia la humanidad raramente cambiará en algo nuestras vidas. Estas seguirán estando determinadas por las reglas del juego de la misteriosa realidad que habitamos tal y como vienen estándolo desde el momento de nuestro nacimiento. Simplemente, sabremos con ello que somos parte, en sentido estricto, del marco físico de la realidad que habitamos.

Alejandro Villamor Iglesias

Es graduado en Filosofía con premio extraordinario por la Universidad de Santiago de Compostela. Máster en Formación de Profesorado por la misma institución y Máster en Lógica y Filosofía de la Ciencia por la Universidad de Salamanca. Actualmente ejerce como profesor de Filosofía en Educación Secundaria en la Comunidad de Madrid.

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