Si ante los resultados de las elecciones municipales del día 12 de aquel mes de abril del año 31 el último Gobierno de Alfonso XIII asume que el final de una época se ha precipitado, el autoproclamado Gobierno Provisional, salido del Comité Revolucionario, se muestra casi por entero expectante, diríase que prudente ante el mensaje no tan inequívoco de las urnas.
Pero la desbordante ilusión que en las calles de muchas ciudades exhibieron al día siguiente, de manera espontánea, las masas que sí creían entender que el fin de la monarquía era definitivo alentó en los prohombres republicanos un principio de entereza y decisión que entonces sólo parecía anidar en el conservador Miguel Maura. Y ya hay tres colores que se imponen como símbolo de los nuevos tiempos, los de la bandera del que fuera Partido Republicano Federal, que a la rojigualda monárquica le cambiaban una franja roja por una morada.
Es ya 14 de abril cuando a las seis de la mañana se proclama la república, eso sí en un pequeño municipio vasco, el guipuzcoano de Éibar. Y, claro, el efecto dominó es inevitable. Y certero. Barcelona solo seis horas más tarde hace lo propio, bien que insuflando al hecho la vertiente nacionalista catalana. Otras ciudades van cayendo al baile y es ya llegado el momento de que la Historia acelere como en los momentos en los que parece todo está por llegar. Gobierno legal, representado por el conde de Romanones, su auténtico hombre fuerte, y Gobierno Provisional se reúnen ante la realidad avasalladora y a instancias del propio rey. La tarde de aquella jornada acaba de comenzar.
Niceto Alcalá-Zamora, al frente del Gobierno Provisional, consigue que Romanones acepte el ultimátum ya aparentemente inevitable. El rey debe irse. Y el poder ejecutivo ha de ser traspasado a los líderes del republicanismo victorioso. Madrid comienza de inmediato a exhibir las banderas del nuevo régimen, un nuevo régimen que se proclama en la madrileña Puerta del Sol hacia las ocho horas de aquella tarde de abril cuando el nuevo gabinete entra aclamado por una multitud ilusionada a más no poder que vitorea a sus miembros. Miguel Maura se apresta a sustituir por teléfono, son otros tiempos, a los gobernadores civiles que encarnan el poder del Estado, el antiguo poder regio ya defenestrado sin violencia alguna, en todo el territorio español. La decisión de asumir sin ambages una responsabilidad histórica y una legitimidad indiscutible inunda todas las acciones del Gobierno, ya no Provisional, surgido de una conspiración y ya presto a ser avalado por unas elecciones convincentemente democráticas.
España es republicana. El nieto de Isabel II, el hijo de Alfonso XII, marcha, sin abdicar eso sí, hacia Cartagena para embarcarse rumbo a un exilio del que ya no regresará jamás. “No tengo hoy el amor de mi pueblo” son palabras de su manifiesto de despedida.
Madrid es una fiesta, tal que lo son todas las ciudades que van poco a poco conociendo la nueva situación. Como contará, seguro que una vez más emocionado, un protagonista, el entonces aprendiz de imprenta (luego impresor) Emilio Álvarez, al diario El País en 2006: aquella jornada «la gente se quiso como nunca». (Aunque su abuela, monárquica, Josefa Álvarez, le diría ya de noche, a su regreso del jolgorio: “No ha habido sangre… Pero la habrá.»)
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